Quizá sea exagerado llamar “chuches” a las golosinas navideñas de pequeño calibre; pero si consideramos que “chuche” -que no está recogida en el Diccionario- es una abreviatura de chuchería, parece que no vamos mal encaminados. Chuchería, informa el DLE, es “cosa de pequeña importancia, pero pulida y delicada”. Hasta aquí, bien. Además, es un “producto comestible menudo, que principalmente los niños consumen como golosina”. Digamos, como curiosidad, que chuchería es voz derivada de chocho (altramuz, pero también confite, peladilla o cualquier dulce pequeño), así que llamar “chuches” a los dulces navideños de uno o dos bocados va pareciendo menos descabellado.

Por Cristino Álvarez

Los niños de mi generación adquiríamos nuestras “chuches”, que aún no se llamaban así, y que nuestros padres tampoco llamaban chucherías, si no directamente porquerías (“no te lo gastes en porquerías”, nos decían cuando nos daban la paga semanal), en los carritos de las piperas, a granel en la inmensa mayoría de los casos. Íbamos poco más allá de las clásicas pipas de girasol, que se vendían por cubiletes, o las chufas, que también. Había en algunos carritos frutos secos, como avellanas, y frutas secas, desde higos a dátiles, uvas y ciruelas pasas, todo, insisto, a granel, sin envasar.

Cuando había ferias y fiestas llegaban otros carritos, la mar de tentadores, que ofrecían trozos de coco, manzanas cubiertas de caramelo, guirlache y qué sé yo cuantas “chuches” más. Pero el paraíso se hacía visible al llegar la Navidad, con aquellas bandejas llenas de cosas ricas y la general indulgencia paterna a los pequeños excesos que cometíamos a la hora del postre, después de preparar el terreno con los turrones, a los que, desde luego, no creo que nadie pueda llamar “chuches”, aunque tampoco me parezca muy correcto llamar “turrón” a cosas que no lo son, con los sabores más extraños para un dulce tan tradicional como éste. Pero ya digo que el turrón no es una “chuche”; si antes he incluido el guirlache en la relación de “chuches” de los carritos feriales es porque se despachaba en trocitos, es decir, era una golosina de tamaño asumible. Hay que aclarar que el guirlache es el tercer turrón auténtico, junto con los llamados duro o de Alicante y blando o de Jijona.

Pero seamos niños -no es imprescindible: los adultos también disfrutamos de las “chuches” navideñas- y situémonos en el comedor engalanado de nuestra casa. Una vez consumida la parte “seria” de la cena, comparecen las fuentes de golosinas, presididas, como mandan los cánones, por los turrones, ya cortados, siempre pensé que para evitar el espectáculo que podía conllevar intentar cortar las tabletas de turrón duro en la mesa; la verdad es que las tortas “imperiales” facilitaron muchísimo las cosas.

Allí resplandecían las peladillas y sus hermanos pequeños, los piñones. Las peladillas son almendras confitadas con un baño  de azúcar; los piñones de pino eran sometidos a idéntico tratamiento. Eran las dulcísimas menudencias de la mesa navideña. Parece que las peladillas tienen un origen antiquísimo, cosa que más bien depende del concepto de antigüedad que tenga cada cual, porque el azúcar no se abarató hasta por lo menos el siglo XVI; que antes se bañasen en miel es una posibilidad. De todas maneras, las peladillas no eran las únicas almendras comparecientes: estaban también las almendras que llamábamos “garrapiñadas”, cuando, en realidad, eran “garapiñadas”; hoy, el Diccionario admite la primera versión, con erre doble; la verdad es que siempre las hemos llamado así. “Garrapiñar”, nos dice, es “bañar golosinas en un almíbar que forma grumos”. Estas almendras no eran exclusivas de la Navidad: también en los veranos había artesanos especializados en garrapiñadas, cuyo apetitoso olor nos llamaba a distancia… como el de las castañas asadas en invierno. Y yo no concebía un viaje a Madrid sin gozar de dos exquisiteces: las almendras garrapiñadas de las clarisas de Alcalá de Henares y las yemas de Santa Teresa abulenses, además de los caramelos de “La Pajarita”.

Para mucha gente, la Navidad es inconcebible sin polvorones, esos pastelillos que pasean el nombre de Estepa por los cinco continentes. ¿Quién no ha intentado decir “Pamplona” al tiempo de masticar un polvorón? Volvamos al Diccionario: “torta, comúnmente pequeña, de harina, manteca y azúcar, cocida en horno fuerte y que se deshace en polvo al comerla”. Me falta la referencia a la almendra, para mí ingrediente imprescindible de los polvorones y que marca la diferencia con los muy diversos tipos de mantecados, otra especialidad navideña de origen andaluz, cuya cuna se disputan Antequera y Estepa. Hay mantecados de muchos tipos, aromas y sabores, con variedades tan características como las hojaldrinas.

De todas las golosinas navideñas, mis favoritas, turrón o pan de Cádiz aparte, por el que siempre he sentido una debilidad insuperable, son las figuritas de mazapán y los pastelillos de gloria. Empecemos por éstos, que siempre destacaban en la bandeja de dulces por su atractivo envoltorio. Básicamente, se trata de pastelillos de mazapán cubiertos de azúcar en polvo y rellenos de dulce de yema, aunque también los hay rellenos de dulce de batata. Son, básicamente, versiones de bolsillo de mi amadísimo pan de Cádiz.

Y llegamos a la cima: el mazapán. Regresemos al Diccionario. Nos informa de que el mazapán es una “pasta hecha con almendras molidas y azúcar pulverizado, que se presenta en formas diversas, bien en barras, bien en figuras de mayor o menor tamaño”. No se define en cuanto al origen de la palabra, que algunos despachan separando sus componentes y aludiendo a la necesidad de golpear con un mazo la masa para homogeneizarla. Otra versión habla del “pan de marzo”, panis martius, del que procede el marzapane italiano, que parece tener su origen en un convento de Sicilia. Que los musulmanes andan por el medio es indudable, sea el pastelillo siciliano o toledano; se cuenta que nació en el convento de San Clemente, en Toledo,  en 1212. Se me hace cuesta arriba creer que las monjas dispusiesen de gran cantidad de azúcar: volvemos a lo mismo respecto a la asequibilidad  del azúcar mencionado más arriba. En cualquier caso, la pastelería a base de almendras y un endulzante, miel o azúcar, es muy antigua e inevitablemente nos lleva a los tiempos de “Las mil y una noches”, donde se mencionan dulces de idéntica composición.

Recuerdo de mis Navidades infantiles la ilusión, pocas veces satisfecha, de ver sobre la mesa una de esas anguilas de mazapán tras las que se me iban los ojos cuando las veía en los escaparates. Pero no faltaban nunca las figuritas de mazapán. Los más pequeños buscaban su forma favorita. Eran, las figuritas de mazapán, una fiesta en sí mismas.

Porque no hay duda de quién reina en la dulcería navideña: el mazapán. De mazapán son la mayoría de los pastelitos que alegran la mesa después de la fiesta gastronómica “seria” de esos días; mazapán historiado es el pan de Cádiz, los pastelillos de gloria… Mazapán son los turrones con sabores variopintos que proliferan en las estanterías. La Navidad, a la hora del postre, es mazapán. Azúcar y almendra. O miel y almendra. De eso están hechos los turrones clásicos, además de incorporar clara de huevo; por cierto que a algún catalán se le ocurrió aprovechar las yemas e inventó el muy clásico turrón de yema, de sabor que recuerda a la crema catalana.

Llegados hasta aquí, me pregunto si no sería mucho más adecuado tener como árbol de Navidad, en lugar del abeto nórdico, el muy mediterráneo almendro, cuya floración, cuando el invierno presiente la llegada de la primavera, es tan bella como la tan publicitada de los cerezos. Almendro, pues, aunque sea, qué remedio, deshojado. Nos da un bellísimo espectáculo floral, y nos proporciona la base incuestionable de nuestra dulcería navideña, desde las peladillas al mazapán.-

 

 

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