¿Cuánto tiempo hace que no come usted truchas? La pregunta, por supuesto, no va dirigida a los aficionados a su pesca en el río, que se supone que se comerán algunas de las que pesquen. Pero me da la impresión de que el consumo de truchas entre nosotros, antaño muy grande, no pasa hoy por sus mejores momentos.
Por Cristino Álvarez
No fue así siempre. La trucha era uno de los pescados más consumidos y apreciados por los españoles, especialmente, como es lógico, por los que vivían lejos del mar y no demasiado distantes de buenos ríos trucheros. Enrique de Villena ya nos habla de las truchas en su ‘Ars Cisoria’ (1427) como pescado que solía comerse en la mesa real.
En una mesa real, o que pretendía serlo, una trucha cambió la historia de España. Los hechos ocurrieron en la segunda mitad del siglo XV, en tiempos turbulentos para el Reino de Castilla. Reinaba Enrique IV, quinto monarca de la casa de los Trastámara. Era hijo de Juan II y su primera esposa, María de Aragón. Juan enviudó y casó con Isabel de Portugal, con la que tuvo dos hijos: Isabel y Alfonso.
Enrique, por su parte, no tenía hijos, hasta que su esposa, Blanca de Navarra, dio a luz a una niña, que se llamó Juana y sería, en teoría, la heredera del trono castellano… si no fuera porque la rumorología de la época atribuyó la paternidad a don Beltrán de la Cueva; de ahí que la infortunada Juana sea conocida aún hoy como ‘La Beltraneja’. El caso es que Enrique convocó Cortes para jurar como heredero a su hermanastro Alfonso, pero más tarde se retractó y exigió que se reconociese como tal a Juana.
La nobleza castellana se dividió entre los partidarios de Juana y los de Alfonso. Estos destronaron (prudentemente en efigie) a Enrique ante las murallas de Ávila y proclamaron rey a Alfonso, que hubiera sido el XII. Eso pasó en 1465, cuando el infante tenía doce años. Tres después, Alfonso se detuvo a pasar la noche en Cardeñosa, localidad algo al norte de Ávila. Le dieron truchas para cenar. Se acostó… y no se levantó más. ¿Intoxicación? ¿Envenenamiento? Cualquiera sabe. Hay más partidarios de la segunda hipótesis que de la primera.
El caso es que la muerte de Alfonso abrió el camino del trono a su hermana Isabel, que años después se casó con su primo Fernando, heredero de la corona de Aragón. Lo demás ya lo saben: unión de ambos reinos, conquista de Granada, descubrimiento de América… ¿Qué hubiera pasado si hubiese reinado Alfonso XII ‘El Inocente’, como le llamó Jorge Manrique? Pues que Isabel hubiera sido reina de Aragón y Sicilia, pero no de Castilla, y cualquiera sabe lo que hubiera pasado después. Y todo por unas truchas en mal estado, o emponzoñadas.
Pero las truchas siguieron gozando del favor popular. Eran el pescado más fresco que podía comerse en el interior de España. Los recetarios clásicos, e incluso los más notorios del siglo XIX y principios del XX, casos de ‘El Practicón’ de Ángel Muro o ‘La cocina española antigua’, de doña Emilia Pardo Bazán, recogen diversas fórmulas para las truchas, que ambos prefieren «con las tres efes: frescas, fritas y frías». La escritora coruñesa añade una efe más: fiadas. Y recomienda freírlas en unto o tocino, mejor que en aceite. Por su parte, Muro incluye en ‘El Practicón’ una divertida y, para la época, pícara receta en verso, que titula «¡Truchas a lo don Ramón, sin sartén y sin fogón!», debida al escritor y político Ramón Rodríguez Correa.
Yo no he comido muchas truchas: crecí en un puerto de mar. Sí que pesqué truchas -pocas, pero de las de a cuarta, ideales para freír- en los veranos de mi infancia, cuando acompañaba a mi madre a Guitiriz, donde acudía en busca de unas aguas beneficiosas para su hígado, que olían fatal. Había algún riachuelo truchero, y allá que nos íbamos los chavales, con cañas rudimentarias, a pescar. La verdad es que me divertía más la tarea previa: capturar saltamontes para usarlos como cebo.
Aquellas truchas eran naturales del país. Truchas de las llamadas ‘pintonas’, Salmo trutta fario. Eran propias de aguas limpias y frías. Su pesca era una de las grandes aficiones nacionales. Quien esté interesado en ver esa pesca desde el punto de vista de la trucha hará bien -y disfrutará bastante. En leer el capítulo titulado «Un insecto sobre el agua» de esa maravilla que es «El bosque animado», de Wenceslao Fernández Flórez, en el que se narra el revuelo que causó entre la población piscícola del río la introducción de un nuevo cebo, de colores brillantes, que al final resultó ser artificial, con lo que las truchas decidieron que no valía la pena jugarse la vida por un alambre.
Como decimos, aquí se ha comido mucha trucha… hasta que las cosas, y las propias truchas, cambiaron. Por un lado, con las repoblaciones, que se hicieron con la trucha arco iris, de procedencia americana, la Salmo gairdneri, especie que hoy domina nuestros ríos… y nuestras piscifactorías. Que esa fue otra: la gente, los aficionados, empezaron a minusvalorar las truchas criadas en granja. Por otra parte, la facilidad con la que hoy se dispone de pescado fresco de mar en los mercados más distantes de la costa, de los que Madrid es el máximo ejemplo, hace que se haya olvidado en gran parte ese pescado antaño familiar y asequible que fueron las truchas.
Fritas, como decía la condesa. No fue una receta usual entre nosotros la famosa Forelle blau otruite au bleu, esa trucha azul que precisa una materia prima no ya fresquísima, sino viva; la menciona Cela en sus andanzas francesas del ‘Viaje al Pirineo de Lérida’, libro en el que se habla bastante de truchas, que parecían ser muy del gusto del viajero, tanto fritas (narra que en ocasión feliz «rindió el tenedor en la trucha veinticinco») como perfectamente crudas, mucho antes de que llegase a nosotros el sashimi.
En Castilla sí que se hizo mucho escabeche de truchas. Además, hay por ahí recetas locales curiosas. En una ocasión, el suegro de un amigo nos preparó, en Santa Marina del Rey, una «sopa de truchas» con las que habíamos capturado nosotros mismos… en el Órbigo, pero en el estanque de una ‘pisci’, dónde si no. Recuerdo que era unas sopas de ajo con abundancia de pimentón picante, a las que nuestro anfitrión incorporó, en vez de tropezones porcinos, truchas divididas en pedazos. No es lo mejor que he comido en mi vida.
Fritas, todavía, aunque la trucha siempre me ha sabido a cieno, a limo; me decían que esa era una de sus virtudes, pero… qué quieren: no me seduce ese sabor. Las he comido fritas en unto, en Galicia y en El Bierzo; fritas con tocino, seguramente mis favoritas; y fritas con jamón. Se hablaba mucho de las truchas «a la navarra», que se hacían sustituyendo los interiores del pez por una loncha de jamón. No me llenaban mucho: el jamón solía quedar muy seco, como todo jamón cocinado. Prefería freír el jamón, con su tocino, y hacer luego las truchas en la grasa resultante. Sin mezclar.
A lo mejor es que no me fijo, pero apenas veo truchas en los mostradores de las pescaderías que frecuento. Y hace tiempo que no como ninguna; tampoco es que las eche mucho de menos. En fin, añadiremos dos cosas curiosas: el citado Villena, al hablar de los pescados y llegar al salmón, escribe «el salmón, que se faze de la trucha…» Evidentemente, no es así. ‘Picadillo’ también yerra cuando dice que el reo, llamado también «trucha de mar» (de este pescado, finísimo, se han escrito auténticos disparates) es el salmón «que no llega a su completo desarrollo». Y otra cosa: en catalán, truita significa trucha, pero también tortilla; ténganlo en cuenta cuando anden por allá.
La impresión es que la trucha conoció mejores tiempos. Su consumo y aprecio, al menos. Ante las reticencias de los aficionados con las truchas arco iris de criadero y la añoranza de las «pintonas», cabría parafrasear a aquel poeta «maldito» que fue François de Villon, que lamentaba lo perdido y se preguntaba, en su ‘Ballade des Dames du temps jadis’ (les recomiendo la versión cantada de Georges Brassens) «où sont les neiges d’antan?«, dónde están las nieves de antaño, para decir nosotros «où sont les truites d’antan?«, es decir… ¿qué fue de las truchas de antes?