Mucho antes de que naciera San Isidro, Madrid ya era una ciudad de rosquillas. Se encontraban en los hornos de pan que siempre ha habido a cada paso en la capital. Se pueden disfrutar en cuatro variedades: las hay tontas y listas, en función de que su sabor sea más o menos ligero.
El origen de las primeras, las tontas, se remonta a la Edad Media y no llevan ningún glaseado aunque con una masa muy rica y las listas están cubiertas de clara o yema y limón y se reconocen por su color amarillo y su receta, que le dio fama a su inventora, la Tía Javiera, a finales del siglo XIX. Este personaje a quien elogiaba el mismísimo Jacinto Benavente, se labró buena fama en la pradera de San Isidro por su buen hacer y dotes para vender.
También conviven en este cuarteto las rosquillas de Santa Clara, que se empezaron a elaborar en el Monasterio de la Visitación y se sirven cubiertas de merengue seco blanco, y las Francesas, que nacieron de los caprichos de Bárbara de Braganza, cuyo paladar afrancesado no se rebajaba a las rosquillas tontas, y para quien el cocinero real ideó una receta con almendra picada y azúcar que ennoblecía a la rosquilla tonta. Se cuenta también que la reina, de origen portugués, pudo inspirar además esos nombres de las listas y las tontas, vinculados al refrán “la suerte de la fea la guapa la desea”, referido a su matrimonio con el guapo Fernando VI. La rosquilla francesa es un homenaje a ella, que vino de Portugal y rescató las costumbres bellas en la Villa y Corte.
La base de todas las rosquillas
Para la base de todas ellas en Hornos San Onofre y en La Santiaguesa, emplean huevos, harina de flor azucarada, anises –solo en las tontas– y Aove. Ana y Mónica Guerrero, segunda generación del Horno de San Onofre, piensan que las rosquillas del popular personaje eran más bien una suerte de masa frita de churro o buñuelo cubierto por una glasa de azúcar. Estas rosquillas también se elaboran en San Onofre pero aquí las llaman “de la abuela”.
Una de las pastelerías más emblemáticas
Ana y Mónica son las dos generaciones que han dado vida a una de las pastelerías más emblemáticas de Madrid: el Horno de San Onofre, además de La Santiaguesa de la Calle Mayor. Pese a no superar el medio siglo de historia, esta familia representa uno de los templos dulces de la capital en los que la tradición repostera madrileña se mantiene viva con productos típicos madrileños como los panecillos de San Antón, los pestiños, el roscón de Reyes, los bartolillos, las rosquillas de anís… Ana se ha convertido en un garante de la tradición madrileña y, además de en sus obradores, dedica su tiempo a estudiar la historia de la repostería castiza.