Hace pocos meses sustituyó a Alfredo Barral como presidente de Grandes Pagos de Olivar y se le nota entusiasmado con esta nueva responsabilidad, al frente de este prestigioso club de olivicultores con pedigrí, que producen Aoves de calidad en sus propias fincas. Fue creado en 2005 e integrado por tan solo seis miembros (Abbae de Queiles, Marqués de Griñón, Aubocassa, Marqués de Valdueza, Castillo de Canena y Casa de Hualdo), aunque se anuncia alguna nueva incorporación en breve.
Texto: Luis Ramírez. Fotos: ORIGEN
Francisco Vañó (Madrid, 1960), heredero de una larga tradición olivarera familiar y abogado de formación, es director general de Castillo de Canena, la empresa que creó en 2003 y de la que es propietario junto a su hermana Rosa, para revolucionar la elaboración, distribución y packaging del aceite de oliva Virgen Extra español. De espíritu renacentista, gran enamorado de Italia, culto y ameno, es siempre un placer charlar con él sobre su historia, su pasión por el olivar y el nuevo rumbo que quiere darle a la asociación. Nos reunimos en Madrid durante un soleado día de invierno en Madrid, aunque las evocaciones jiennenses (en Jaén reside la mayor parte del tiempo) son constantes durante toda la conversación.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos infantiles asociados a la buena mesa? Aunque vivíamos y estudiábamos en Madrid de pequeños, siempre tuvimos una fuerte vinculación con Jaén, con Baeza, en cuyas inmediaciones mi abuela tenía una casa de campo del siglo XVIII, bonita y grande. Se llamaba Los Caños y tenía alrededor unos 1.000 olivos centenarios, una huerta y luego, en una alberca, los tres caños que le daban nombre. Pasábamos allí largos veranos, además de Navidades y Semana Santa. Aparte de los olivos, en ese paisaje sentimental de mi infancia la huerta tuvo una gran fuerza. Recuerdo las mazorcas de maíz que se utilizaban para hacer lumbre o cómo lavábamos en los caños pepinos y tomates para comérnoslos de inmediato. Eran los años sesenta, casi no había televisión y nos pasábamos el día en el exterior. Eso sí, también leíamos mucho, porque mi generación fue muy lectora. La verdadera patria de un hombre es su infancia, como decía Rilke, y siempre que pienso en el paraíso ideal del que hablaba Milton, me aparecen aquellos larguísimos días de verano donde era plenamente feliz.
¿Y qué comían en aquellos veranos de Baeza? Era una cocina muy local, vertebrada por la huerta. Recuerdo las patatas a la lumbre o a lo pobre, en una sartén inmensa. También ensaladas, gazpachos, pipirranas (la ensalada típica de Jaén), los huevos de las gallinas, los hoyicos de pan con aceite o con cacao y azúcar, las tostadas con medio ajo restregado. Bebíamos del botijo; de hecho, no chupar al pitorro del botijo era pasar a otra fase de la infancia. No había nevera y había que ir al mercado de Baeza para hacerse con los productos que no daba la huerta. Solo había dos tipos de jamón, el de York y el Serrano, pero éramos seres mucho más naturales, hacíamos el bruto y no nos pasaba nada. Teníamos un ángel de la guarda. Desde muy pequeño recuerdo haber tomado vino o cerveza como algo natural, incluso delante de mis padres. Mi padre, que fue director general de Pedro Domecq, nos hacía agua de piratas, con Oloroso o con Amontillado en lugar del ron que usaban los piratas del Caribe. Creo que renunciar al vino es una hipocresía que no debe permitirse nunca un país como el nuestro. Lo importante es educar.
“Antes de final de año, habrá una nueva incorporación y seremos siete los asociados”
Pero hablemos de aceite, ¿qué presencia tenía en aquella infancia de felicidad? Yo podía tener cuatro, cinco o seis años y me encantaba el hoyico de pan con aceite. A mitad de los años sesenta, las pistolas o baguettes no existían. Recuerdo los panes de pueblo, con una estructura de cuatro molletes y arriba el quinto. Se cogía un trozo de esos molletes, se hacía un hoyo y esparcías el aceite. Como también me apasiona el ajo, recuerdo que restregábamos medio ajo y era un maravilloso condimento, tan nuestro, me gusta casi más que el tomate en la tostada. Y mi segundo recuerdo son aquellas sartenes enormes llenas de aceite hirviendo, donde se preparaban las patatas al pelotón, otro manjar maravilloso.
El aceite de oliva, en realidad, le ha acompañado durante toda su vida… Sí, pero como le gusta contar a mi hermana Rosa, somos una empresa familiar no al uso, porque el concepto de Castillo de Canena no nace con nuestro padre o nuestro abuelo sino cuando ella y yo nos incorporamos a la compañía en 2002. Cuando fallece mi abuela, mi padre, gran enamorado del olivar, asume esta actividad como un hobby. A pesar de ello, hizo grandes aportaciones como apostar por plantaciones de un solo pie para facilitar la mecanización o introducir nuevas variedades en Jaén, como la Arbequina. También fue pionero en aplicar criterios empresariales y de gestión a la agricultura. Luego llegó la explosión de los Vírgenes Extra, toda una revolución cuando hasta el final del siglo pasado el aceite de oliva había sido solo una commodity. Se sabía que tenía un componente saludable, pero no se prestaba demasiada atención ni al aspecto medioambiental ni a la responsabilidad social, ni siquiera al placer hedonístico. Todo eso que hoy nos parece tan normal apenas tiene veinte años de recorrido. Grandes Pagos fue pionero en esta visión y cuando llegamos Rosa y yo le dimos también una vuelta a todos estos conceptos. Heredamos unos cimientos y sobre ellos hemos construido una marca y una almazara.
Pero usted emprendió otros rumbos antes de volver al origen…La verdad es que ni mi hermana ni yo pensamos nunca en dedicarnos a esta actividad. En mi caso, trabajé en banca durante 19 años en tres países distintos. Hasta 2003. Aquellos años me hicieron disciplinado y capaz de formar equipos. Me sirvieron mucho para el recorrido posterior de Castillo de Canena. Rosa trabajó en multinacionales de la música y luego en Coca Cola. Los dos siempre hemos tenido una relación muy estrecha porque tan solo nos llevamos tres años. Hablábamos mucho y nos pareció interesante poner en valor los activos que tenía la familia. Pensamos que había mimbres. Se lo planteamos a nuestro padre y nos apoyó. Ella se incorporó el 1 de febrero de 2003 y empezó a viajar por el mundo para presentar nuestro plan de negocio, una apuesta por la calidad máxima y la internacionalización. Yo llegué unos meses después. Era el momento; ahora creo que resultaría imposible. Ser de los primeros nos dio una gran ventaja competitiva.
“Cuando cato aceite lo que busco cada vez más es la complejidad, percibir notas que te sorprendan, que te dejen estupefacto, que susciten tu curiosidad”
¿Siempre tuvieron claro el reparto de papeles? Sí. Estaba claro que ella tenía una base más comercial y marketiniana. Y yo unos cimientos más operativos, aunque al final los dos hemos hecho de todo. A mí me hacía mucha ilusión irme a vivir a Jaén, crear equipo, transmitir nuevos valores y filosofía. No quería ser el señorito que llega de Madrid, pasa un par de días y se vuelve. Nosotros siempre nos hemos sentido jiennenses y baezanos. Y quería formar parte de esa sociedad. En el banco pedí una excedencia y me pronosticaron que no iba a durar ni seis meses. Llevo 19 años. Me siento muy partícipe de la sociedad de Jaén y muy implicado con la Universidad y con las asociaciones empresariales.
E iniciaron la etapa de gran renovación del mundo del Aove en Jaén… En aquellos años estaba solo Fuenroble que, de la mano de José Vico, había lanzado un Picual temprano. Nosotros empezamos con un perfil bajo, fuimos poco a poco. Pero a los dos años empieza la explosión de los Picuales de cosecha temprana, que fueron revolucionarios porque la diferencia entre un Picual frutado maduro y un frutado joven es increíble, mucho más que en el caso de los Arbequinos. En 2006 nace Primer Día de Cosecha, con la etiqueta de Sara Navarro, un gran acontecimiento. Hubo gente que pensó que la botella contenía ketchup. La experiencia vital y profesional que hemos tenido ha sido realmente única. Hemos pasado de la garrafa de cinco litros a la sofisticación en todos los puntos de la cadena. Haberlo vivido en primera persona ha sido un sueño.
¿Cuáles serían, en su opinión, los grandes momentos en estos casi 20 años de Castillo de Canena? El primer hito fue la obtención de un Picual de cosecha temprana excelente, ese momento mágico del estallido del primer chorro de aceite verde clorofílico. Ahora lo manejamos con normalidad pero antes era un olor desconocido en la almazara. A diferencia del vino, el tiempo es nuestro enemigo no nuestro aliado. Otro momento muy emocionante fue cuando logramos por primera vez llegar al punto de equilibrio económico, porque los inicios no fueron fáciles y tanto Rosa como yo estábamos acostumbrados a mirar la cuenta de resultados. Pero sabíamos que teníamos que darlo todo. Las ganas, el ímpetu y las horas que echamos hicieron que, a partir de 2006, las cifras empezaran a acompañarnos. Nos ayudó mucho la internacionalización y también la revolución de la gastronomía española en todo el mundo. Hoy, aproximadamente un tercio de nuestro negocio corresponde al mercado español y los dos tercios restantes a los 50 países en los que estamos presentes. Y hay bastante estabilidad en este sentido.
¿Qué ha representado la innovación en la trayectoria de Castillo de Canena? Quizá ha sido la más acusada de nuestras señas de identidad. Hay sido una innovación a 360 grados. Innovación fue, por ejemplo, recuperar una variedad como la Royal de Cazorla en 2008, pero también apostar por la agricultura de precisión o los ahorros de agua y energía. También hemos abordado en la almazara muchos proyectos de I + D, medio ambiente o huella de carbono, además de la RSC, donde nos hemos abierto en canal y nuestra memoria de sostenibilidad es pura transparencia. Somos transparentes en un sector que, en general, ha sido bastante opaco. Luego está el packaging o el lanzamiento de nuevos productos, como los monovarietales, los aceites conceptuales, los de plancton o el Arbequino amontillado, a través del cual hemos realizado una fusión maravillosa con el mundo del Jerez. Seguimos apostando por innovar todos los años y pronto pondremos en marcha el concepto del “blend”, muy poco usado hasta ahora en el aceite de oliva y que será un homenaje a su historia mediterránea. ¿Por qué no unir un Picual de Jaén con un Frantoio de la Toscana o un Koroneiki griego?
“Carlos Falcó, Alfredo Barral y Agustín Santolaya han puesto al aceite de oliva español al menos a la misma altura de los grandes aceites de oliva italianos”
¿Cuál había sido, hasta ahora, su relación con Grandes Pagos de Olivar? Ingresamos en Grandes Pagos en octubre de 2012. Desde 2005, Rosa Vañó tenía una estrecha relación con Xandra Falcó y también con su padre, Carlos, y con Agustín Santolaya y Alfredo Barral, que han sido el alma de las Asociación desde que se constituyó ante notario en marzo de 2005. Pero los tres tenían una relación cordial desde tiempo atrás. Nos gustó mucho la filosofía desde el principio, también por lo cautelosos que eran a la hora de incorporar a nuevos socios. La puesta en valor de su trabajo y de los aceites que producían era muy similar a la nuestra y expresamos nuestro deseo de incorporarnos. Pero la dinámica es complicada y pasan años desde que entra una nueva empresa hasta que se puede aceptar a otra. La última fue Casas del Hualdo en 2019, pero la anterior fuimos nosotros siete años antes. Nos encontramos muy a gusto con personas que hablan nuestra misma lengua, tienen nuestros mismos valores e idéntica filosofía de trabajo: que el productor tiene que ser cosechero, la importancia de la tierra, del pago, del origen. El concepto de pago viene de cultura enológica, porque dos de los tres fundadores procedían del vino. Incorporarnos al club fue un momento muy ilusionante y una forma de refrendar que lo estábamos haciendo bien. Carlos Falcó falleció en abril de 2020 y tanto hacia él como hacia Alfredo, que ha estado 16 años como presidente, y Agustín, todos tenemos una deuda de gratitud. Son los grandes responsables de la aparición de aceites de oliva españoles Premium. Pusieron en valor conceptos que no existían, como la cosecha temprana, la selección del pago, la inversión en I+ D en las almazaras, la filosofía de que la cantidad está reñida con la calidad. Ellos han sabido poner al aceite de oliva español al menos a la misma altura de los grandes aceites de oliva italianos.
¿Qué responsabilidad asume como presidente de Grandes Pagos de Olivar? ¿Y por cuánto tiempo? En principio, los estatutos no dicen nada del mandato. En todo caso, no voy a estar tanto tiempo como Alfredo Barral. Un periodo de ocho años creo que es correcto y con 70 años, me veo dejando paso. Asumo el resto con una ilusión enorme, porque es un orgullo tomar el testigo de esa maravillosa generación de olivareros. Grandes Pagos debe seguir siendo lo que fue e incluso aumentarlo. Tuvo un inicio muy potente por la novedad y hoy hay más empresas y más asociaciones, con lo que el bosque de olivos ha crecido mucho. Por ejemplo, ya hemos renovado por completo la web del club. Mi objetivo será preservar de forma combativa la calidad de los aceites de alta gama, seguir poniendo sobre la mesa el compromiso de que el olivar es fundamental y, a partir de ahí, defender, incluso elevando la voz, la cadena de valor integrada, apostar por la innovación y el respeto al medio ambiente. También me parece importante, en un sector que a veces peca de poca colaboración entre sus miembros, ser un ejemplo de intercambio de conocimiento y de información entre los socios. Porque juntos somos mucho más que individualmente. Tenemos una vocación integradora de las grandes zonas productoras y, por eso, el Levante y Cataluña deben estar también representados. Estamos trabajando en ello y tenemos candidatos claros. Estoy seguro de que, antes de final de año, habrá una nueva incorporación y que seremos siete los asociados.
¿Qué tiene que decir a quienes acusan a Grandes Pagos de ser un club excesivamente elitista? Yo estoy hablando de entrega, de pasión, de profesionalización…de centrarnos en nuestra forma de entender la actividad empresarial. El elitismo puede ser positivo o negativo. Si se entiende como las empresas y personas que más innovan, que más se dejan la piel, que más internacionalizan e invierten en marketing, yo lo acepto. Si es un privilegio heredado o una muestra de prepotencia y de desprecio al sector, rotundamente no. Todos los que estamos en Grandes Pagos compartimos el valor del trabajo, del esfuerzo, del sacrificio y la meritocracia. Tenemos también un proyecto ambicioso de colaborar con universidades internacionales en temas de I+ D. Y confiamos en unirnos con asociaciones afines de otros países, empezando por Italia, para crear Grandes Pagos universales. No es nada fácil e iremos despacio. Por el momento, estamos volcados en hacer crecer la Asociación siempre respetando nuestros estatutos.
“Cuando lanzamos Primer Día de Cosecha, hubo gente que pensó que la botella contenía ketchup”
Parece que ya han puesto en marcha también la transición generacional en Castillo de Canena. ¿Cómo va ese proceso? Bueno, tanto a Rosa como a mí espero que nos queden aun unos cuantos años, porque no tenemos ganas de jubilarnos. Pero tampoco queremos ser abuelos cebolleta. Esta es una empresa familiar atípica como decía y la siguiente generación, que se está incorporando, tiene que comulgar con nuestra filosofía. Siempre hemos separado mucho la gestión de la propiedad. El mundo está plagado de empresas que se han ido a pique porque no ha primado el mérito en la transición. Llegará el momento de dar un paso atrás pero me temo que solo será la muerte la que nos jubile del todo. Los valores de nuestros padres son los que inculcamos a nuestros hijos: sacrificio, voluntad de trabajo y, sobre todo ser, buenas personas. Levantarte cada día, mirarte al espejo y no avergonzarte de nada de lo que hayas hecho. .
¿Qué le pide el presidente de Grandes Pagos de Olivar a un Aove? Cuando cato aceite lo que busco cada vez más es la complejidad, percibir notas que te sorprendan, que te dejen estupefacto, que susciten tu curiosidad. Por otro lado, me duele que casi todos los consumidores relacionen la calidad solo con la parte sensorial. Nos gusta hablar del aceite después de hablar de otras muchas cosas. Si tiene esa complejidad y esos perfiles organolépticos tan afilados es porque hay algo detrás y esa historia me interesa casi más que el resultado final. Creemos en las catas en la que se habla del clima, del suelo, de la recolección, de la variedad, de lo que ha podido influir en la producción. Siendo importante la parte sensorial, no podemos circunscribirlo a ella, porque nos olvidamos de elementos decisivos. De mayo a octubre o noviembre pasan muchas cosas en el campo y hay que contarlas.
Finalmente, ¿qué se tomaría en un día de invierno como hoy en el campo de Jaén? Cuando comemos en el campo, preparamos un menú que me parece fenomenal, muy sencillo y del que no nos cansamos. Empezamos con un aperitivo a base de patatas fritas, unas almendras fritas, que son extraordinarias, un poco de queso, un salchichón de jabalí, una ensalada sencilla, con cebolla, tomate, lechuga, un poco de atún y aceite de oliva por todas partes. Y luego compartimos un arroz caldoso que se hace ante los comensales, con conejo o con pollo de corral. De postre, o kakis o naranja con canela y aceite, muy de Jaén. A veces el arroz se cambia por unas chuletillas e incluimos también las morcillas de la tierra, que no mucha gente sabe que están entre las mejores de España. Y para beber, vinos de Abadía de Retuerta, con quienes tenemos una relación muy estrecha. Allí plantamos nuestros olivos y los intercambiamos por sus cepas prefiloxéricas, que este año nos darán el primer vino para la familia. Aceite, vino y, por supuesto, alguno de los panes que proceden del cereal que también plantamos. La trilogía mediterránea, la base de la vida.