Las almejas, un valor marino seguro

Durante mucho tiempo se nos dijo que había que abstenerse de comer marisco, especialmente moluscos de concha, los meses que no tenían una erre en su nombre, es decir, mayo, junio, julio y agosto. Pero no sólo moluscos; allá por 1905, el gallego “Picadillo” decía, refiriéndose a los percebes (en verso), “que cuando está bien gordo y comestible /se oculta bajo un mar inaccesible / y sólo está al alcance de la mano / si se halla delgaducho, o en verano / cuando sabe el indino / que comerlo trastorna el intestino”. “Indino”, que no es palabra habitual hoy, debe interpretarse como “travieso”.

Por Cristino Álvarez

No de percebes, que son crustáceos raros, pero crustáceos al fin y al cabo, sino de esos bivalvos nos ocuparemos en esta ocasión, visto que viene una larga serie de meses con erre. La verdad es que ahora, cuando la práctica totalidad de esos moluscos proceden de cultivo y, sobre todo, es obligado su paso por depuradora, esa prevención ante los meses veraniegos es obsoleta.

Ya hemos tratado en esta sección de dos de los más consumidos, la ostra y el mejillón, así que hoy el protagonismo se lo vamos a dar a los bivalvos, o lamelibranquios, de la familia veneridae: las almejas, uno de los moluscos más apreciados y polivalentes en la cocina.

Ahora bien, lo primero será elegir la almeja, y lo segundo decidir cómo se va a comer. ¿Fina o babosa? ¿Al natural o a la marinera? Ciertamente, hay más especies de almejas que las dos citadas, como hay muchísimas más maneras de disfrutar de ellas que las mencionadas; pero, en líneas generales, son las dos especies y las dos fórmulas más extendidas y, seguramente, las de mayor aprecio general.

Como apuntamos, la almeja fina y la almeja babosa son las dos especies más apreciadas y cotizadas. La primera es la que solemos conocer como almeja de Carril, en alusión a la localidad de ese nombre de la ría de Arousa. Vive enterrada en fondos de todo tipo, crece lentamente y resiste muy bien la desecación y las variaciones de salinidad del agua; vanos, que viaja bien. Puede alcanzar un tamaño considerable, de hasta siete centímetros; para ser comercializada ha de medir, al menos, cuatro centímetros en su eje más largo.

La almeja babosa se entierra un poco menos que la fina. También es mucho más sensible a la desecación, es decir, que no le gusta mucho viajar. Crece antes que su prima, pero menos: a lo más que llega es a superar los cinco centímetros. A diferencia de lo que ocurre con la fina, cuyas valvas presentan un retículo al cruzarse las líneas concéntricas con las costillas radiales, en la babosa estas costillas son mucho menos perceptibles. Su carne, eso sí, es más tierna que la de la almeja fina, y sus valvas pesan muy poco, por lo que su rendimiento es muy bueno.

Hay más almejas, entre ellas la rubia, la japonesa, la llamada chirla y algunas otras, pero todas palidecen ante la calidad de las dos anteriormente citadas. Recuerden que han de comprar almejas vivas, esto es, herméticamente cerradas, y que es muy conveniente mantenerlas unas horas sumergidas en agua con sal, o extendidas en una bandeja y tapadas con un paño blanco mojado cada vez que haga falta con agua salada, para que ellas mismas se liberen de la tierra que pueden contener; comer tierra es una cosa muy desagradable, aunque venga aderezada con almejas, berberechos o setas.

Para comerlas al natural habrá que elegirlas de buen tamaño, y abrirlas con cierta habilidad; en los restaurantes ese trabajo se lo darán hecho, y le traerán su media docena, o su docenita, sobre un lecho de hielo. Lo normal, aunque los ultraortodoxos renieguen de esa costumbre, es ponerle a cada almeja un par de gotitas de limón; así, por la reacción del molusco, nos cercioramos de que está vivo y no nos va a dar ningún disgusto… además de que la combinación de los sabores del limón y el yodo es de lo más agradable.

Así, al natural, es como más gustan a los amantes de este molusco; resulta curioso que Álvaro Cunqueiro diga, en “A cociña galega”, que en Galicia “no hay tradición de almejas abiertas y servidas sobre hielo picado”. Cierto que en Galicia se consume mucha almeja cocinada, pero también al natural; quizá es que eran otros tiempos, allá a mediados de los años 60 del pasado siglo.

Cocinadas, pues. El recetario es amplísimo, pero no cabe duda de que la receta más popular es la llamada “a la marinera”. La primera cosa que hay que tener en cuenta es que hay tantas recetas como cocineros. También que, en ningún caso, las almejas a la marinera llevan tomate; si su salsita es roja, se deberá al pimentón, pero no es obligatorio colorearla.

Una de las variantes de la receta son las almejas llamadas “lame-lame”, nombre que Emilia Pardo Bazán justifica “por la forma perruna de comerlas”. Ya aparecían en “La cocina práctica” del coruñés Manuel María Puga y Parga, ‘Picadillo’, en 1905. Esas almejas eran las favoritas en mi casa cuando era pequeño, y lo siguen siendo hoy. Entonces las hacía mi abuela; hoy, mi esposa. Básicamente es la misma receta de ‘Picadillo’.

Pongan las almejas, a las que habrán hecho ver la necesidad de deshacerse de la tierra que pudieran contener por cualquiera de los sistemas indicados más arriba, en una olla, y arrímenla al fuego para que se abran. Logrado esto, retírenlas (echen al cubo de la basura las que no se hayan abierto) y cuelen, por colador de tela, el agua que hayan soltado. En una sartén con aceite sofrían cebolla finísimamente picada, casi en ralladuras. Cuando pierda su orgullo y se ablande, dejen entibiar el aceite y añadan una cucharadita de pimentón dulce y el agua de las almejas. Viertan sobre las almejas el contenido de la sartén, perejil muy picado y una cucharada de pan rallado y dejen cocer tres o cuatro minutos, moviendo la cazuela para que ligue bien la salsa. Sírvanlas calentitas… y mojen pan en la salsa.

Desde luego, la mejor manera de disfrutarlas es del modo criticado por la escritora coruñesa; las almejas tienen la gentileza de ser, ellas mismas, pequeñas cucharas, ideales para llevarlas a la boca con un poco de la salsa. Pero nadie les impide comerlas de forma que doña Emilia juzgaría “más civilizada”.

Es hora de añadir que las almejas son un marisco de lo más polivalente, proclive a ligar muy bien con una porción de acompañamientos; por cierto, usar almejas de calidad como figurantes en un plato es hacerles un desaire. Deben gozar ellas de todo el protagonismo.

Cunqueiro, y casi dos siglos antes Joseph Cornide, nos hablan de la sopa o caldo de almejas, que alaban. Son platos bien conocidos y usuales el arroz con almejas, las fabes con almejas, las alcachofas con almejas, los spaghetti con almejas (vongole veraci), a los que no debe añadirse parmesano rallado, las espinacas (yo prefiero los grelos) con almejas, las patatas a la importancia con almejas…

Hoy son usuales fórmulas menos “de cuchara”: almejas a la plancha, almejas al horno… A mí me gustan mucho así: reduzcan a finas láminas dos dientes de ajo, pónganlas en un recipiente con un cuarto de litro de aceite  Picual y déjenlas así 24 horas, para que se aromatice el aceite. En una sartén amplia, con tapadera, pongan ese aceite (sin los ajos) y las almejas (un kilito), previamente purgadas. Llévenla a fuego muy suave, con la tapadera puesta, hasta que las almejas se abran. Emulsionen el zumo de un limón con un decilitro de aceite Arbequina y rocíen con esta emulsión las almejas. De toma pan y moja.

Y, para quienes estimen que todo esto es muy prosaico, diremos que hay, en Portugal, una receta excelente para cocinar las almejas, debida al poeta Raimundo Antonio Bulhão Pato, nacido en Bilbao en el primer tercio del siglo XIX de padre portugués y madre española. Nuestra versión es ésta: tras invitar a las almejas a deshacerse de la arena, las ponemos en cazuela o  sartén con un aceite que previamente hemos aromatizado con ajo. Al poner las almejas, regamos con un vasito de albariño. Tapamos y dejamos que se abran; espolvoreamos ralladuras de limón y cilantro picado, que si no son muy partidarios pueden “rebajar” con perejil, y ya está.

Con erre o sin erre… ¡qué bien ligan las almejas!

 

 

 

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