Con cada desvío, la carretera se ha ido estrechando y convirtiendo en pistas y vías cada vez más pequeñas. No queda otra que confiar en el navegador del coche. Al pasar Castillo Pedroso vemos una indicación: Bodegas, y nos quedamos más tranquilos; y, poco después, llegamos a Sel D’Aiz. Aquí sí, el horizonte se abre y aparece un gran valle, el Toranzo, con el río Pas serpenteando allá abajo, en el fondo. Pero aquí arriba, a unos 500 metros de altitud, lo que tenemos son viñas. Las plantaron Asier y Miriam en 2009. Eligieron este lugar después de haber estado buscando y buscando por muchos rincones, y cuando ya estaban casi a punto de abandonar su idea de plantar viñedo en Cantabria.
Fotos: OCA/ Javier Rosendo/ Pablo Gutiérrez
En Cantabria, sí. “Aquí había vacas”, dice Asier. “Cuando plantamos nos dijeron que habíamos jodido el mejor prado del pueblo”. Y es que nadie daba mucho por lo del vino cántabro. Ellos, que habían participado en el proyecto de recuperación de las variedades de Cantabria, se lo plantearon no solo como oportunidad sino como proyecto de vida. Y aquí están desde entonces con sus cinco hectáreas de Albariño, Godello y Riesling, trabajadas en producción integrada y plantadas en un terreno de caliza con solo cinco centímetros de suelo. La roca aflora por muchos rodales, y algunas están adornadas con fósiles. De ahí el logo de la bodega, una moderna espiral que no es otra cosa que un amonites. Y de ahí también el nombre: sel es un topónimo de estos valles que hace referencia a los prados en los que se levantaban muros de piedra para proteger al ganado y aiz es la palabra en eusquera (ellos son vascos) para ‘piedra’.
“Es que esto era una pradera de piedra”, bromea Asier. Desde el principio también tuvieron claro que estarían abiertos al enoturismo. Reciben a pequeños grupos que reúnen una vez a la semana, como si fuera una visita de amigos. Y, tras recorrer los viñedos y disfrutar de las vistas del valle, pasamos a la bodega (una antigua cabaña pasiega de piedra acondicionada) donde se degustan los vinos. Llevan el nombre de Yenda, en alusión al modo en que se conocían antes las variedades blancas de Cantabria, y son tan seductores como ese apelativo. También elaboran un vermut y un espumoso, un llamativo brut nature de Riesling al que han llamado Maldita la Hora (la primera elaboración coincidió con el periodo de la pandemia) y que, a pesar de ese nombre, les está dando muchas alegrías.
Sueños cumplidos
Nos ha faltado probar el vermut, pero nos lo hemos traído al lugar donde vamos a alojarnos los dos próximos días, para tomarlo con Lucía y Fernando, los propietarios de La Infinita Rural Boutique. Es una casona montañesa del siglo XVIII ubicada en Carmona, y que ellos han trasformado en hotel. No estaba en sus planes cuando la descubrieron, con su cartel de ‘Se Alquila’, allá por 2015. Enamorados del pueblo y de la vida rural sí pensaban en la posibilidad de tener una casa por aquí para los fines de semana, pero resulta que aquella vieja casona tenía licencia de hospedería, por lo que podía convertirse en hotel rural.
Eso lo cambió todo y Lucía y Fer dejaron Madrid para venirse a vivir aquí, en mitad de las montañas cántabras, muy cerca de la espectacular cueva de El Soplao o el bosque de Secuoyas del Monte Cabezón y a media hora en coche de la costa y de lugares como San Vicente de la Barquera o Comillas. La casa se transformó en un hotel en el que el gusto por el arte y la decoración se mezcla con lo rústico y lo natural, y en el que uno se acostumbra pronto a seguir “la buena vida sencilla” de la que hablan ellos. A las cuatro habitaciones de La Infinita se acaba de sumar un alojamiento igual de singular: el antiguo molino del pueblo que, además de ser el lugar donde la gente del valle venía a moler el maíz, sirvió para generar electricidad.
Igual de emprendedores son Esther y Gabriel, los dueños de Bodegas Miradorio, en Ruiloba. Su historia es una mezcla de las dos anteriores: Esther exportaba vino y productos gourmet a China y la idea de montar una bodega empezó a rondarles por la cabeza hasta que un día decidieron ir adelante. La pasión era el motor, ¡tanto que compraron los portainjertos sin tener aún el terreno! Pero todo ha ido viento en popa.
Los seis viñedos de la Channing
“Me llaman la Channing”, dice Esther divertida, “pero mi imperio no es el de Falcon Crest: tenemos seis viñedos”, cuenta mientras ascendemos en todoterreno hasta el que forma parte del comienzo de las visitas, Finca Herbazoso. “Todos son espectaculares pero este posee unas vistas únicas”, dice. Y es verdad, pues las vides tienen de fondo el mar y una panorámica que abarca desde el vecino pueblo asturiano de Llanes hasta casi Santander. “Todas nuestras viñas están a menos de un kilómetro del mar y cuentan con pendientes como ésta, de más de 35%”. Desde luego, lo de la viticultura heroica también se puede aplicar a estos terrenos que antes se destinaban a la ganadería y en los que ahora crecen cepas de Riesling, Godello, Albariño y Hondarrabi Zuri, con los que elaboran dos vinos: Tussío y Mar de Fondo.
El 70% de toda la producción se vende en el winebar que inauguraron el 14 de marzo de 2020… “el día en que empezó el confinamiento de la pandemia”, señala Esther con sorna. Pero una vez superado todo eso, las cifras hablan solas. Este winebar de Miradorio está lleno de vida y ya sea en el interior o en la parte de terraza (donde crecen cepas emparradas que rodean un escenario para los pequeños conciertos que se organizan periódicamente) uno se siente tan a gusto que las horas pasan volando. Junto a los vinos se sirven tablas de quesos locales, conservas o ensaladas de tomate de las huertas vecinas (y que no hay que perderse).
Pero en el terreno gastronómico el referente de la zona sería El Remedio, un restaurante ubicado en lo alto de una pequeña colina junto al mar, y en cuyos fogones está al mando Samuel Fernández. El chef cántabro, que ha pasado por las cocinas de Martín Berasategui, El Cenador de Amós y los restaurantes italianos de Adriano Baldasarre o Anthony Genovese, define su propuesta como “cocina saludable, siempre basada en el producto, en el respeto del producto, y buscando los sabores nítidos y contundentes”. Y eso constatamos en las preparaciones que llegan a nuestra mesa: bonito de temporada, lubina, anchoas… La carta de vinos, elaborada por Rubén Feijóo, tiene unas 250 referencias y entre ellas, claro, podemos encontrar vinos cántabros como los vecinos de Miradorio.
De Noja a Hollywood
Dejamos el occidente y nos dirigimos ahora hacia el oriente cántabro, pasando por Santillana del Mar y la Cueva de Altamira. El Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, con la reproducción de la cueva original, es algo que no debe faltar en cualquier viaje a Cantabria. En sus alrededores, por cierto, está la única finca que Bodegas Miradorio tiene fuera de Ruiloba. Está en San Esteban y se trata de una finca de ensayo donde plantaron las primeras cepas en el año 2013.
Más de una década antes, en 1999, la familia Durán había comenzado su proyecto de recuperación del cultivo de la vid en la costa de Cantabria. Mikel tenía experiencia en el sector de la distribución y su hermano Jon se formó en Burdeos y Saint-Emilion. De ahí surgió Bodegas Vidular, que tomó el nombre del pueblo en el que adquirieron la primera finca. “Nos gustó mucho esta zona”, explica Mikel, “y, además, tenía esta antigua casa montañesa que hemos ido rehabilitando y que ahora es un alojamiento rural de cinco habitaciones”. La casa, rodeada de viñedos, prados y bosques de eucalipto, se alquila de manera completa, y es una de las facetas enoturísticas de Vidular. Las otras las encontramos en otro de sus viñedos, el que tienen en Noja. Son tres hectáreas que están dentro de la Reserva Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, y donde reciben a los visitantes al pie de una enorme encina histórica.
No es la única que encontramos pues las tres hectáreas de viñedo que tienen aquí plantadas están rodeadas de encinares frondosos y una antigua cantera de piedra caliza. Junto a Godello y Albariño, Vidular también tiene Chardonnay y Treixadura. Con ellos elaboran su Cantábricus y su Ribera del Asón, que se pueden degustar, justo a otros productos de kilómetro cero, en la cabaña de madera ubicada junto al viñedo.
La tercera pata de la oferta enoturística de Vidular está aparcada justo delante. Es un winetruck, una furgoneta camper acondicionada como barra de bar. Es inconfundible, pintada de blanco y verde lima (o verde pámpana de albariño a contraluz) y con la imagen de Marilyn Monroe sosteniendo dos botellas de vino Vidular, en un guiño a uno de los cántabros más famosos relacionado con el mundo del vino, con Hollywood y con la famosa actriz norteamericana: Jean Leon. Porque sí, Jean Leon nació en Santander, y no se llamaba así sino Ceferino Carrión. Emigró a Estados Unidos, pasando por Francia, y acabó trabajando en el restaurante de Frank Sinatra y Joe Di Maggio y, después, montando el suyo propio con James Dean: La Scala. Marilyn Monroe era una de las muchas estrellas que acudían a este local y que bebían el vino que Jean Leon había comenzado a elaborar en España, en Penedès, guiado por su amigo Miguel Torres. El caso es que la noche del 4 de agosto de 1962, Marilyn encargó una cena y una botella de vino a domicilio. El vino, claro, el de la casa, un Jean Leon. Fue el último vino que probó, ya que al día siguiente fue encontrada muerta.
La huerta grande
La última visita de este viaje también tiene como protagonista a una mujer. Se trata de Irene Rodríguez, una jovencísima enóloga que tras pasar por La Rioja, Argentina y Australia, decidió, junto a su familia, montar su propia bodega en su pueblo. Ese pueblo de Guriezo, en el límite con el País Vasco, y la bodega, Hortanza. “Este era un pueblo de tradición vinícola”, explica Irene, “pero poco a poco se fue perdiendo”. En 2014 ellos retomaron esa tradición, plantando viñas en la finca que rodeaba a la antigua casona familiar, y que hasta ese momento era una huerta frutal con higueras, manzanos y nogales. Ahora crecen aquí vides de Riesling y Gewürztraminer, que complementan al Albariño de una finca que han recuperado en el vecino pueblo de Liendo. Con estas variedades elaboran dos blancos y un espumoso.
Lo del enoturismo vino solo pues mucha gente tenía curiosidad por el proyecto y pedían conocer la bodega. Así que desde el primer momento, Hortanza (que por cierto, es un vocablo cántabro en desuso que significa ‘huerta grande’) estuvo abierta a las visitas. Las hace la propia Irene, que va contando su historia mientras se recorre el viñedo, el viejo gallinero ahora transformado en espacio de lectura con mirador y las salas de elaboración y cata. En la casa, la Sala Hortanza también sirve para celebrar eventos o reuniones, pero para alojarse hay que alquilarla completa (ocho habitaciones). Es un lugar con historia pues se trata de una casa de indianos que los abuelos de Irene acabando comprando y que ha permanecido desde entonces en la familia. Toda una suerte porque ahora, tras la reforma y con la bodega y el viñedo al lado, es uno de los conjuntos enoturísticos con más encanto de Cantabria.
Aguas terapéuticas y vinoterapia en Solares
El manantial de Fuencaliente-Solares tiene una larga historia. Sus aguas ya eran apreciadas en el siglo XII aunque no fue hasta comienzos del XIX cuando fueron declaradas de utilidad pública. Fue por entonces cuando se construyó la primera Casa de Baños sobre el manantial que, un siglo después, en plena Belle Époque, se convertiría en el Gran Hotel Balneario de Solares. Aún no se conocían, claro está, los beneficios de otro producto líquido -el vino- pero hoy, el renovado Castilla Termal Solares, junto al resto de tratamientos termales ofrece también la vinoterapia. Combinan las propiedades de las aguas mineromedicinales con las de las uvas procedentes de los viñedos de Ribera del Duero de donde sale el vino Converso, elaborado en exclusiva para los restaurantes de los hoteles Castilla Termal. Baño relajante de vino, exfoliación con pepitas de uva y masaje antioxidante con el aceite de esas pepitas. La pausa perfecta en cualquier momento de un recorrido enoturístico por Cantabria.
La Tienda de Pedro García
La Tienda de Pedro García no es una tienda. Lo fue en tiempos, sí, pero ahora es un restaurante. Un restaurante que ha mantenido el espacio de este antiguo colmado tal y como estaba en el momento en que echó el cierre, en el año 1971. Así que pasar el umbral de la puerta supone en auténtico viaje en el tiempo porque los nuevos propietarios decidieron dejar todo tal y como lo encontraron, desde la estructura al mobiliario: muebles expositores, productos, mostrador, suelo de madera… adaptándolo fácilmente al nuevo uso como restaurante. Ni el decorador más experimentado hubiera acertado tan de pleno. Es lo que tiene lo auténtico, claro. En la carta, producto de temporada, local y preparaciones caseras estupendas. En cuanto al vino, mucho donde elegir, incluidas un par de referencias cántabras.