La puntualidad empieza esta vez llegando al Lagar de Milagros, en la salida 146 de la autovía N-1 de Madrid-Irún –un poco antes del desvío de Aranda–, a cualquier hora formal de apetito. Es decir, de las 8 y media de la mañana a las 11 de la noche de cualquier día del año. (En la imagen, asado de lechazo en La Parrilla de San Lorenzo, en Valladolid).
Por Luis Cepeda
Como es la carretera radial que más frecuento –pues para el resto de los destinos de más de 400 kilómetros compensa ir en tren–, me atrevo a señalar la regularidad culinaria de este sitio y su atento servicio, desde que abrió hace unos 20 años. Aunque espero que mi testimonio, del todo neutral y desligado mayor afecto, no trasmita impresiones publicistas. Como tiene al lado estación de carburante y eléctrica, terraza exterior para días soleados, un estacionamiento cubierto, bodega de vinos de la Ribera y hasta un hotel enfrente me parece, objetivamente, un área de servicio del todo eficaz y con carácter propio; esa sensación que se disipa en la funcionalidad culinaria y sin garra de las áreas oficiales que sueles encontrar en autovías.
Mucho hemos ganado en seguridad y agilidad con la excepcional red de autovías que disfruta España, pero algo se pierde siempre cuando en algo se gana. Las autovías han sorteado el paso por las poblaciones conjurando sus inconveniencias, pero para eso hay salidas que anuncian las más inmediatas o sugestivas si quieres ir. Sin embargo, el viaje ha perdido su opción recreativa y gastronómica a falta de restaurantes al paso con carácter y alguna referencia culinaria que invitaba a detenerse o relajarse. Con lo que el propio desplazamiento descarta la amenidad de un trayecto planeado por etapas o estimulado mediante paradas placenteras, limitándose a la implacable monotonía rodada de llegar al destino cuanto antes.
Con algún rubor, dada la disposición generalizada al viaje por carretera sin más pausa que la de repostar, recuerdo trayectos de San Sebastián a Madrid a los que llegabas a dedicar casi una jornada, más del doble de tiempo de lo que ahora. Si lo emprendías a la mañana, el hamaiketako con José Castillo, en Beasaín, antes de ascender el puerto de Etxegarate, o a su bajada, en el Príncipe de Viana de los Oyarbide –luego fundadores del mítico Zalacaín– a la altura de Alsasua, resultaba del todo obligado, pues ya se esmeraban en las huecas patatas soufflé y otras fruslerías. ¿Quién renunciaba luego a la más ilustre de las merluzas rebozadas en El Vallés de Briviesca, a un pintxo de morcilla donde las hermanas Garilleti, en el centro de Burgos o, de una vez, al asado de lechazo en Ojeda, en el Landa o, 50 kilómetros más allá, donde Sery en Aranda? Y cuesta abajo hacia Madrid, a la media ración de callos del Hostal Mora, en la cumbre de Somosierra, para llegar al foro con el gusto madrileño puesto. No digo yo que aquello fuera ejemplar, pero sí un modo de viajar con planes y recompensas.
Pero volvamos al Lagar de Milagros, cuya oferta al paso de su estupendo lechazo asado al horno de leña o unas chuletillas de palo a la brasa, sirve de pretexto a la crónica de temporada que sugieren las vísperas de invierno. El cordero lechal es un deleite cárnico cuya temporada natural y calidad óptima trascurre desde ahora hasta abril, aunque su esmerado proceso ganadero permite que no falte en todo el año. Como ha recordado la doctora Marta Guadalupe Rivera, experta en las interacciones entre agricultura, alimentación, sociedad y medioambiente, “una buena propuesta agroecológica obliga a consumir menos carne en general, pero requiere un consumo mayor de ganado ovino procedente de un buen manejo pastoril”, dada la contribución de la ganadería extensiva a la captación y retención en los suelos de los gases de efecto invernadero. Aparte de que, antropológicamente, el cordero vincula, con una devoción afín, las predilecciones del gusto español en su triple enjundia cultural: judaica, cristiana y musulmana.
Acaso no exista un sabor más unificado entre los gustos de Españaque el lechazo, emblema gastronómico principal de Castilla y León, región caracterizada por sus asados en horno de leña, de panadería o domésticos. Aunque es inevitable aclarar que no todo cordero lechal es lechazo. Lo es, únicamente, la cría de oveja de raza churra que solo se ha nutrido de leche materna en cautividad y nunca acompañando a la madre mientras pasta, lo que modifica su pureza sápida. Su sacrificio, cuando cuenta de 25 a 30 días y pesa menos de 10 kilos, puede parecer infanticida, pero obedece a un ciclo ganadero recurrente que conviene al desarrollo y a la función primordial de la raza.
Néstor Luján, maestro de la crónica gastronómica, lo dejó muy claro: “la oveja churra, cuya cabaña se encuentra en la sub-meseta norte de España, es una oveja lechera (más que lanar) y, en consecuencia, los machos de sus crías deben ser sacrificados a las pocas semanas de nacer”, con el fin de que la producción de leche destinada a la elaboración de los acreditados quesos de oveja churra, no disminuya. “He aquí -continúa Luján-, el origen y la razón de un plato, el lechazo, que revela la enorme calidad de la carne de esta raza castellano-leonesa”. Tranquilos, pues, los reticentes al lechazo compadecidos por su sacrificio infantil. Saborearlo no es una infamia epicúrea sino la aplicación conveniente de un proceso ganadero, por más que hoy la demanda gastronómica regule su producción y su sibaritismo sea atávico: se sabe que los priores de los monasterios reclamaban para sí las carnes de los corderillos recién nacidos mientras los monjes escribanos también preferían la terneza de su piel para esmerarse en los pergaminos.
El asado en horno tradicional con manteca, agua, sal y algo de limón, es la modalidad culinaria más simple y característica del lechazo, su timbre de gloria y el reclamo gastronómico de numerosas poblaciones, con particular predicamento en lugares muy concretos como Aranda de Duero, Lerma y Roa, en Burgos; Sacramenia y Sepúlveda, en Segovia; Palencia y alrededores, cuyos lechazos de la comarca del Cerrato, cuya capital es Baltanás –célebre también por sus quesos– son nuestros predilectos y sobre todo Valladolid y provincia, con poblaciones como Peñafiel, Campaspero, Boecillo, Matapozuelos o Traspinedo, célebre por su iniciativa del lechazo en brocheta o los pinchos de lechazo a la parrilla.
En Valladolid, precisamente, se efectúa el mayor consumo diario de la meseta, con más de dos mil piezas de lechazos, expedidos en carnicerías y restaurantes, cuyo tratamiento culinario no se limita, desde hace muchos años, al asado al horno. En cuanto a referencias goza de particular prestigio el lechazo de La Parrilla de San Lorenzo, en los dos hornos de leña monumentales e incesantes que gobiernan Eugenio Ugidos y Juan Báñez. Está situada en los bajos del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana, un edificio diseñado por Sabatini y declarado Monumento Histórico Nacional, atributo colosal agregado a un recinto gastronómico que honra al producto esencial de la Comunidad castellanoleonesa. Los vinos de la Ribera del Duero, Toro, Arlanza, El Bierzo, Arribes o Cigales, en sus versiones más jóvenes, mejor que los de larga crianza, proporcionan el maridaje más conveniente, ya que tienen la virtud de aliviar las papilas del sustancioso lechazo, aportando frutosidad y refrescando su paso en boca.
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