Hace un par de meses, con motivo del Día Internacional de la Mujer Trabajadora –enunciado con el que institucionalizó la ONU el Día de la Mujer, en 1975 –, quisimos verificar la primera ocasión en que se permitió acceder a las mujeres a un establecimiento hostelero, sin necesidad de ser acompañadas por un hombre. Supuso un episodio social, acaso menor para muchos, pero muy concreto en cuanto al debate de la mujer por “su participación, en pie de igualdad con el hombre, en la sociedad y en su desarrollo íntegro como persona”. Ese fue el argumento que presidió en 1910 la histórica Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, en Copenhague, lo que dio lugar a la conmemoración anual del Día de la Mujer, a partir del año siguiente. La entrada de mujeres solas en lugares donde se comercializaban bebidas fue un logro importante en el ámbito de la hostelería y sus afanes. Por tanto un asunto afín a estas páginas, del que cabe partir para curiosear el progreso histórico de la restauración gastronómica de España.
Texto: Luis Cepeda. Fotos: Lhardy
El hecho es que fue en Madrid, en 1885, doce años antes de la reivindicación citada, cuando la botillería del restaurante Lhardy tuvo la iniciativa de permitir el acceso a las mujeres solas con motivo de las sesiones del llamado Dinner Lhardy. Consistían en una merienda o aperitivo de tarde que impulsó la costumbre de servirse personalmente una taza de consomé de un somovar de plata, así como croquetas, canapés y copas de vino de Jerez, fino o embocado, por un precio fijo. El encuentro tenía lugar de pie ante los mostradores o la barra de mármol del eterno espejo de Lhardy. La novedad estimuló la asistencia de mujeres solas, es decir, sin la compañía de un varón, como era preceptivo hasta entonces. La botillería, en su condición de vestíbulo al restaurante, facilitó el tránsito hacia el comedor de las mujeres, lo que modernizó decisivamente la actividad social de la hostelería madrileña a finales del siglo XIX.
No fue la única de las iniciativas que el establecimiento puso en funcionamiento. El hecho de que sigan vigentes, como la del suministro permanente de consomé del somovar y de tapas de cocina de una vitrina vertical, constantemente renovada –fue el primer autoservicio que se estableció en España y también el primer sitio donde se sirvieron tapas–, da idea de la firmeza que suele acompañar a la veteranía y la fragilidad que suele caracterizar a la vanguardia, ahora que los restaurantes parecen brotar con fecha de caducidad.
Cuando se van a cumplir 180 años de la existencia de Lhardy –se abrió justamente el 1º de noviembre de 1839–, cabe señalar que también fue el primer comedor que se interesó en la privacidad de los comensales. Las mesas separadas de su salón fueron primicia en tiempos que las fondas madrileñas servían la comida en bancos corridos, donde sucesivamente se incorporaban comensales desconocidos entre sí. Lhardy fue, también, el primer establecimiento donde se presentó al cliente una lista o carta de platos escrita –si bien, en francés, signo de refinamiento en la época– con los precios fijos de cada plato. Hasta entonces los platos se “cantaban” de viva voz y los precios se discutían con el comensal, quien solía sugerir enmiendas culinarias, dosis y rebajas a los platos propuestos.
Es oportuno decir por todo ello que Lhardy es, ni más ni menos, el primer restaurante español creado, tal y como hoy se concibe la restauración pública. En beneficio de esta tesis recordemos que el fenómeno social del restaurante nace en Francia, unos cincuenta años antes de la fundación de Lhardy, cuando como consecuencia de la Revolución, cae la nobleza en desgracia y tanto cocineros como sirvientes buscan una aplicación burguesa a sus destrezas.
“Esta reconversión –ha escrito el historiador Jean Paul Aron es más que un símbolo: cristaliza las aspiraciones de un gremio aún solo insinuado y modifica profundamente no solo la manera de comer, su objetivo y el sujeto, sino también el decorado”. El propio Emilio “Lhardy” es un claro exponente de aquella novedosa actividad, cuyo aprendizaje inició en un obrador provinciano, al borde de la frontera francesa con Suiza. Lo indican precisamente las normas operativas y comerciales adoptadas, que hoy se antojan naturales y que el joven hostelero incorporó en la primera mitad del XIX.
Emilio Huguenin Dubois se instala en Madrid en 1839. Nacido el año 1808, en Montbéliard (Francia), se hizo repostero en Besançon, de donde marchó a París para perfeccionar su formación en el negocio del restaurante. Abrió su primer establecimiento en Burdeos, ciudad donde encontró una clientela distinguida, entre la que figuraban numerosos exiliados españoles y famosos hispanistas. El escritor francés Próspero Merimée, impenitente viajero y autor de “Carmen”, fue quien le habló con entusiasmo de España, augurándole un espléndido porvenir si se desplazaba a Madrid.
El seudónimo de Lhardy se supone que lo tomó Emilio Huguenin del célebre café parisino “Hardy”, después llamado “Maison Dorée”, anteponiendo una L al nombre. También se ha especulado con el adjetivo l’hardi (el tenaz) como origen del nombre, primero comercial y luego familiar, pues de algún modo conecta con la naturaleza emprendedora del personaje. Casa Lhardy se instaló en el centro de la capital, sobre la Carrera de San Jerónimo. En la planta baja se situó la pâtisserie, a la vez tienda y botillería. En el piso principal, los salones contaban con escalera independiente hacia la calle. La Carrera de San Jerónimo, paseo aristocrático de la villa ya había conocido el esplendor de otro histórico establecimiento hostelero en la esquina de la calle de la Victoria, La Fontana de Oro (1760-1824), al que hizo frecuentes referencias Larra como epicentro de encuentros sociales. Lhardy nace en un Madrid que acaba de prender el alumbrado de gas y formalizar la numeración de sus calles, con los pares a la derecha y los impares a la izquierda, a partir de la cercana Puerta del Sol. Aún no goza la ciudad del empedrado de “prismas y adoquines” que, lo mismo que los sampetrini romanos, caracterizarían al pavimento de Madrid de 1848 a los años 60 del pasado siglo.
Emilio Lhardy trajo a Madrid las novedades gastronómicas que deleitaron a la aristocracia romántica. Periódicamente enviaba a París a sus cocineros y reposteros para que aprendiesen nuevas recetas, así como usos y costumbres de la Europa decimonónica de vanguardia. De este modo conocimos aquí la salsa del aristócrata y gourmet Louis Bechamel, los soufflés y el vol-au-vent, los brioches y las croquetas (antes cromesquis). También el popular cocido alcanzó la prosapia de sus salones, al tiempo que los callos a la madrileña dejaban de ser exclusivos de las clases modestas, merced al toque de distinción de Lhardy. Durante muchos años fue la ventana gastronómica de Europa en nuestra capital: faisanes y besugos, roast-beef y lubinas, langostas y monumentales platos, como la célebre Silla de ternera Príncipe Orloff –que aún se efectúa por encargo–, arropados con todo tipo de guarniciones, estimularon los paladares desde el escaparate del número 6 de la Carrera de San Jerónimo. Pero no solo se recibieron en Lhardy las novedades de Francia. A comienzos del siglo XX, el restaurante Maxim’s, creado en 1893 y emblema de la gastronomía francesa, incorporó a su carta el Sole Lhardy, con la fórmula del lenguado al champán que se hacía en Madrid.
En 1881 se brindó en Lhardy por la supresión de la esclavitud en el mundo editándose un menú conmemorativo orlado de jeroglíficos indígenas. Fue el primer restaurante español que patrocinó una acción solidaria en socorro de los damnificados por los terremotos de Granada y Málaga de 1885. Ese mismo año incorporó el teléfono, cuando en Madrid solo había 49 abonados, con lo que Lhardy inició el hábito de la reserva de mesas y de los encargos a domicilio. En 1906, Lhardy sirvió una merienda a 2.000 metros de altura a los tripulantes del célebre globo aerostático Cierzo, el primero en cruzar los Pirineos. Y en 1927 la brigada del restaurante inauguró el Parador de Gredos, el primero de la cadena turística nacional. Lhardy es el restaurante español más mencionado en la prensa a lo largo de los años y acumula entre sus peripecias incluso la celebración en sus salones de un par de Consejos de Ministros. Se abrió cuando Madrid contaba con 250.000 habitantes y sigue vigente cuando su vecindario se ha multiplicado por veinte. Con un estricto mantenimiento, el lugar conserva, casi dos siglos después, su primitiva disposición. Es una referencia fundamental, un testimonio sostenido de la restauración española que nos ennoblece.