Por Cristino Álvarez
El bogavante lleva por nombre científico el de Homarus gammarus, voces ambas que significan “cangrejo”; sería, así, el cangrejo por excelencia, el cangrejo al cuadrado. Y, sin embargo, circula de incógnito por la mayoría de los libros de cocina de la Belle Époque, tiempo en el que alcanzó su máxima gloria. Incluso en España: Ángel Muro le da el viejo nombre de cabrajo, del que dice que “parece, por la facha, un cangrejo gigante de río”, añadiendo que “por nombre genérico se le llama langosta, por el tamaño y porque los condimentos son los mismos”.
Ya lo creo que son los mismos. Las recetas más conocidas y afamadas de la época citada -en realidad el auge de estos grandes crustáceos se prolongó durante los llamados “felices 20”, pese a la depresión- se conocen, en español, como referidas a la langosta: langosta a la americana, langosta Thermidor, langosta Cardinal, langosta Newburg… cuando, originalmente, usan como materia prima el homard, es decir, el bogavante. Quizá desde los tiempos de Muro, o desde antes, se tendió a traducir homard y lobster por langosta. Aún hoy se hace: no hay más que ver programas culinarios en los que el cocinero blande un bogavante de amenazadoras pinzas y la voz en off nos habla de langostas. Y es cierto que se parecen, pero no lo es menos que es imposible confundirlos.
Sí tienen más similitudes ya preparados. Sus carnes blancas, de una textura maravillosa, se prestan a multitud de preparaciones, y han sido falsificadas montones de veces. A principios del siglo pasado, el coruñés Manuel María de Puga y Parga ‘Picadillo’ advertía de quienes “confunden” la langosta -y es de suponer que el bogavante- con las vieiras, sustituyendo los medallones del cuerpo de los grandes crustáceos con las nueces del bivalvo. Durante mucho tiempo se sustituyó la langosta por la carne de un pescado de textura firme: el rape. Incluso anduvo y anda por ahí un “rape alangostado”, cuya parte exterior se enrojece a base de pimentón; al fin y al cabo, ante una cola de rape una pala de pescado es cubierto tan inútil -no corta- como ante una de langosta o bogavante.
Recordemos que, además de cabrajo, el bogavante tiene muy variados nombres. En Galicia se le conoce como lubrigante e incluso lumbrigante. Los asturianos, que tienen en Tazones un templo marisquero al que peregrinan con frecuencia, le llaman bugre o llocántaru. Abacanto es un nombre cántabro, que pasa a abakanto, y también mishera, en vascuence. Su nombre catalán más común es llamantol, parecido a los apelativos que recibe en mallorquín o valenciano. Por ahí fuera, además de los citados homard (francés) o lobster (inglés), es astice en Italia, donde también se le llama elefante di mare.
Los nombres de la langosta son menos conocidos. Es langosta en gallego, llagosta en catalán, valenciano o mallorquín y otarrina en vascuence. Sus nombres oficiales en francés e inglés son langouste y spiny lobster, los italianos la llaman aragosta.
Una cuestión importante: ¿cuál es mejor, la langosta o el bogavante?
Hay opiniones encontradas. Ángel Muro dice que “el cabrajo es, en todos los casos y con todos los guisos, manjar más fino y delicado”, aunque luego parece contradecirse al afirmar, hablando de la langosta, que “su gusto no es tan acentuado como el del cabrajo, ni es manjar, por consiguiente, tan indigesto”. En cambio, a finales del XVIII, Joseph Cornide (“Ensayo de una historia de los peces”) atribuye esta condición -la de indigesta- a la langosta, pero, ojo, sólo si se come cocida “o frita”.
‘Picadillo’ da en su libro “La cocina práctica” hasta una docena de recetas de langosta, pero ninguna de bogavante. En cuanto a su paisana Emilia Pardo Bazán, tres cuartos de lo mismo: tres recetas de langosta en “La cocina española antigua” y cinco en “La cocina española moderna”, donde, curiosamente, sí que incluye una para el lobagante: a la americana. No obstante, advierte que todas las recetas de langosta son aplicables al bogavante… aunque no le llama así en ningún momento. Eso sí, tanto ‘Picadillo’ como doña Emilia advierten de la necesidad de cocer vivos –“cuanto más viva, mejor”, dice la condesa- estos crustáceos.
Algún apunte habrá que hacer sobre el recetario, empezando por la más famosa de las fórmulas: la langosta a la americana, originariamente homard à l’armoricaine, o sea que ni langosta ni americana, sino bogavante y armoricana. Armórica es el nombre de una vieja región del NW francés, que engloba partes de Bretaña y Normandía. La receta es laboriosa, como todas las de esa época. Fue otro gallego, Julio Camba, quien buscó una explicación coherente al cambio de “armoricana” por “americana”. Decía, en “La casa de Lúculo”, que era más fácil situar en el mapa a América que a Armórica; añadía que, dado el precio del platito, solo los millonarios americanos al estilo de los Morgan o Rockefeller podían costeárselo, así que nada más lógico que atribuir la receta al adinerado Nuevo Mundo.
Hoy, la cocina de estos crustáceos se ha simplificado bastante. Hay que mencionar, para bien, las fantásticas calderetas menorquinas de langosta, plato obligado en una visita a la maravillosa isla balear. En cuanto al bogavante, ahora se lleva mucho el arroz con bogavante, que plantea una seria dificultad. Quiero decir que, si se cocina el bogavante con el arroz, éste se embeberá del sabor del marisco y estará delicioso, pero el bogavante resultará seco, estropajoso, incomible; de manera que, si a ustedes lo que les gusta de un plato de arroz es el arroz, deberán hacerse un arroz de bogavante, mientras que si lo que quieren es disfrutar del marisco será mejor que se preparen un arroz con bogavante; el cambio de preposición es decisivo.
Lo que más se ve hoy son las ensaladas y, sobre todo, los salpicones de uno y otro marisco. Por supuesto, no hay que confundir estos salpicones ilustrados con el que era “las más noches” la cena de don Alonso Quijano antes de convertirse en Don Quijote, que era plato de aprovechamiento de sobras hecho con la carne (“algo más vaca que carnero”) sobrante de la olla cotidiana, aliñada con cebolla cruda, aceite y vinagre. Puede ser interesante ver cómo hacía ‘Picadillo’ el salpicón de langosta: “Se cuecen cuatro huevos y, una vez cocidos, se reducen a picadillo. Igualmente se pican cebollas y perejil. Se desmenuza la carne de una langosta cocida; se mezcla todo bien, se sazona con aceite, vinagre, pimiento y un punto de mostaza, y se sirve”.
Bueno, hoy no desmenuzaríamos la carne de la langosta o el bogavante; quizá, en este segundo caso, la contenida en sus pinzas; lo normal es presentar el marisco, la carne de su abdomen o cola, en rodajas, colocando lo demás -es frecuente añadir tiras de pimiento rojo, aunque personalmente creo que no le hacen ningún favor- más o menos artísticamente. Importantísimo: la calidad del aliño. Usen un aceite Virgen Extra del sabor que ustedes prefieran; yo lo recomendaría más suave que agresivo. Y no duden en utilizar Vinagre de Jerez: los seudobalsámicos no sirven más que para arruinar el conjunto.
Hemos visto la langosta “de pinzas” y la “de antenas”. Nos falta una: la langosta “de placas”, llamada comúnmente cigarra de mar. Es de la familia del santiaguiño, pero mucho más grande; es muy apreciada en Canarias, donde la calidad y textura de sus carnes contrasta ventajosamente con las de las langostas “de antenas” del banco mauritano. Los franceses la conocen como cigale de mer, lo que puede inducir a error al turista no informado, que puede creer que se trata de lo que aquí llamamos cigala (en francés, langoustine). Recordemos que, en el idioma de nuestros vecinos, cigale significa cigarra, pero de tierra, la de la fábula de La Fontaine.
Una buena langosta canaria, sencillamente cocida, aliñada con sabiduría y escoltada de unas papas negras también cocidas, que no arrugadas, hace un plato que puede volver inolvidables unas vacaciones en las islas. Como la langosta propiamente dicha y el bogavante, es un paradigma de esa “División Acorazada”: está realmente blindada. Su nombre científico es Scyllarides latus, que viene a ser cangrejo ancho, o grande, mientras que su primo pequeño, el santiaguiño, es Scyllaris arctus, es decir, estrecho, o pequeño.
Ya que estamos con nombres científicos, el de la langosta es Palinurus vulgaris, entendiendo esta palabra como común, no como vulgaridad. Palinuro, cuenta la Eneida, fue el piloto que condujo a Eneas en su huida de Troya; de acuerdo con una profecía, fue muerto por los habitantes de una tierra a la que cayó tras caerse, dormido, de su nave; sus matadores acabaron erigiéndole un monumento, y hoy un cabo en la Campania lleva su nombre.
Finalmente, he de confesar que alguna vez en mi vida yo mismo he sido bogavante; concretamente, en el cuartel de instrucción de marinería de Ferrol. Bogavante, informa el Diccionario, es el primer remero de cada banco de una galera; y poco menos que galeras me parecían a mí los botes en los que cada día teníamos ejercicio de remo. Sí: ocupé el puesto de bogavante en más de una ocasión. Quizá por ello, y sin duda por el carácter femenino que atribuimos a la langosta frente a la masculinidad del bogavante, discrepo del dictamen de Ángel Muro: me parece más delicada, más fina, la langosta, aunque reconozco que la textura de ambos mariscos, como la de su prima canaria y, sobre todo, la de la cigala -emparentada con el bogavante en la familia de los nefrópsidos- es de lo mejor que ofrece el mar. Reconozcamos que, de todas las que han existido en el mundo, ésta es, con mucho, la que brinda más satisfacciones de todas las “divisiones acorazadas”.
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