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LUGARES PUNTUALES: El dilema de la sostenibilidad y la Guía Michelin

Cabe preguntarse si la persistente conversación alrededor del concepto de la sostenibilidad es, en sí mismo, sostenible. El redundante uso contemporáneo de ese término –de raíz latina y cuño anglosajón– tiene su origen en el Our Common Future (1987), conocido como Informe Brundtland. Consistió en la sesuda recopilación de las preocupaciones globales comunes de los años 80, encomendada por la Organización de las Naciones Unidas a un comité liderado por la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, que lo diseñó. Por cierto, la comisión solo contó con una representación hispánica, la de la filósofa y antropóloga colombiana Margarita Marino de Botero, pionera del activismo medioambiental. En la imagen, debate sobre sostenibilidad organizado por la Guía Michelín.

El informe, impregnado de conceptos biopolíticos de Foucault y bastante horror maltusiano –muy centrado en la eventual escasez de alimentos–, trajo al mundo la idea del desarrollo sostenible como aquel que “satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones”, además de expresar de manera inequívoca la interrelación entre la ecología y la economía. Lo que suena muy bien; no cabe duda.

A pesar de la potencia del enunciado no era fácil ponerlo en práctica en sociedades muy industrializadas o que aspiraban a serlo. El término, en su vertiente ecológica, entró en dormancia durante la década de los 90, a la que interesó más su acepción económica, alrededor de la cual se concibió una quimera numérica con la que entusiasmar a los mercados e inducir un ciclo de prosperidad que parecía no tener fin.

Sin embargo, como todo, lo tuvo, y ya entrado el siglo XXI, tras una recesión económica global, corporaciones y poderes públicos pusieron sus ojos sobre los colores verde y azul. Con los ecos de Una verdad incómoda en el oído interno de la sociedad y los negacionistas del calentamiento global refutados por los hechos, la corriente institucional no tardó en enarbolar la bandera de la sostenibilidad. Hoy, tras el efecto acelerador de la pandemia, que ha constatado que un mundo de más lenta carburación es posible, la idea de la sostenibilidad ha penetrado de tal manera y con tantos puntos de vista heterogéneos en la sociedad civil de las economías más desarrolladas que resulta difícil encontrar una forma unificada de comprenderla.

 La visión contemporánea de la sostenibilidad medioambiental es a menudo un cadavre exquis, engalanado por los puntos de vista de cada figurante que teme perder el tren de una tendencia relevante, aunque no acabe de comprenderla del todo. Así, en el marco de la alimentación, resulta paradójico, aunque no incomprensible –dada la complejidad administrativa de la comunidad política– que la Unión Europea plantee la estrategia Farm to Fork, dentro de su ambicioso New Green Deal, al tiempo que conserva algunos de los aspectos más controvertidos o insostenibles de la PAC (Política Agraria Común), lo que responde a la pluralidad de intereses que concurren entre los variopintos actores agropecuarios que coexisten en los 27 estados miembros. Por no hablar de la alambicada relación comercial europea con Estados Unidos o con los BRICS, la asociación económica y comercial de las cinco economías nacionales emergentes más concurridas y prometedoras cuando arrancó el 2000: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.

Resulta difícil, en particular, afrontar los retos globales hambre cero en 2050, planteados por la FAO, si se renuncia a determinados modelos productivos que resultan perjudiciales para la tierra en el medio y largo plazo. Pero también resulta obvio que el desgaste de los entornos agrícolas extensivos es real y tiene un límite. Otro modelo agrícola es posible –y también su compatibilidad con la alimentación global–, ya sea mediante antiguos aliados, como son las legumbres o la tecnología puntera que respeta el medio ambiente. No obstante, se corre el riesgo de convertir la sostenibilidad en un concepto excesivamente cargado de visiones y significados, en demasiadas ocasiones ambiguos o contradictorios, lo que por último puede convertir la palabra en un mero adjetivo para agregar color a las conversaciones corporativas.

La cuestión puntual es si puede ser sostenible la cocina o más concretamente la gastronomía y diríamos que sí. Pero, ¿cómo se satisfacen las necesidades culinarias presentes sin comprometer las futuras? La Guía Michelin, dentro de su proceso de reinvención narrativa para afrontar la incidencia de la digitalización y la presencia de nuevos actores de la prescripción, introdujo en 2020 la estrella verde, un eficaz símbolo que, con una mera permutación cromática y la adición de un tallo, aprovecha el valor de marca del mayor emblema de la guía y lo traslada al discurso actual.  De momento solo un 2% de los establecimientos recomendados tienen esta distinción, lo que, en el fondo –y más allá de los sin duda rigurosos criterios de elección– conecta la iniciativa con la mercadotécnica idea del valor de lo escaso.

Entre las distinciones verdes de la guía de España y Portugal hay cuatro tres estrellas (Aponiente, Azurmendi, El Celler de Can Roca y El Cenador de Amós), cinco dos estrellas (Cocina Hermanos Torres, Coque, Culler de Pau, Il Gallo d’Oro, Les Cols y Ricard Camarena), catorce una estrella (Andreu Genestra, El Invernadero, Els Casals, Eneko, Esporão, Maca de Castro, L’Antic Molí, La Bicicleta, La Botica, Lera, Lluerna, Pepe Vieira, Refectorio y Sollo) y cinco Bib Gourmand (Casa Albets, El Llar de Viri, Finca Alfoliz , O Balado y Somiatruites), restaurantes muy distintos entre sí, en su mayoría, con modelos filosóficos, creativos y técnicos variopintos, en ubicaciones dispares. No es desconocido que muchos de los chefs de estos establecimientos se han prodigado en varios foros expresando sus puntos de vista, más o menos globales o locales, acerca de su compromiso con el ecosistema y el desarrollo humano, sus buenas prácticas energéticas o de gestión del agua y los residuos, sus innovadoras aplicaciones alimentarias respetuosas con el medio ambiente o incluso sus modelos económicos circulares, azules y verdes.

Algunos trabajan con permacultura y otros crean comunidades energéticas y circulares; los hay que recuperan cultivos en desuso o encuentran alimentos insospechados con escaso impacto medioambiental; promueven regadíos de aguas grises, conciben cooperativas, conciben huertos y granjas sustentables, buscan la autosuficiencia energética… Lo expresaron durante un debate previo a la presentación a la Guía Michelin 2022 –sabiamente conducido por el director del diario Las Provincias, Jesús Trelis– los chefs Rodrigo de la Calle, Ricard Camarena, Elvira Fernández y Ángel León, junto con autoridades comprometidas con la agricultura de vanguardia, la docencia y la excelencia de la gestión alimenticia como Rafael Monge, Toni Misiano, Vinyet Capdet o Emiliano García Domene, concejal de Salud y Consumo de Valencia, donde el Centro Mundial de la Alimentación Urbana Sostenible –en concierto con la FAO–, tiene su sede. El juicioso debate y sus pragmáticas conclusiones vale la pena visualizarlo en  https://www.youtube.com/watch?v=nN_l9-0n0rg

Conectada con la sostenibilidad está la viabilidad económica de los negocios, entendida de forma extensa, desde las frías finanzas hasta la justicia social. Recientemente suscitó cierta polémica en redes sociales la subida de precios del restaurante DiverXO, mientras que tiempo atrás Ferran Adrià ya alertaba de que si se querían respetar leyes, horarios laborales y procesos productivos justos, el modelo de precios existente no se correspondía con las expectativas y de manera inexorable estaba abocado a iniciar un cambio a la alza. Por supuesto, Adrià sabía de qué hablaba. Que en un momento dado, el reconocido como mejor restaurante del mundo por la gran mayoría de la opinión pública global, tuviera un menú degustación inferior a los doscientos euros era una irregularidad sistémica de carácter endémico. Y no basta la simpleza de achacarlo al diferencial de renta de un país, significando que comer caviar a orillas del Caspio es infinitamente más barato que hacerlo en Manhattan. Los procesos empresariales –y la hostelería es uno de ellos– son tributarios de sus medios de producción y, mal que le pese a algunos, de la legislación, la fiscalidad y hasta de las buenas costumbres. Nuestros vecinos franceses, con muchas más décadas de experiencia en el estructuralismo hostelero, tienen claro este escenario desde tiempo inmemorial.

La hostelería actual ha evolucionado en fondo y forma para ofrecer mejores experiencias a precios más ajustados, con mucha mayor seguridad alimentaria y tecnificación que antaño, pero la alta gastronomía no ha dejado de ser jamás un servicio de lujo. Es inconcebible entonces observarla como un producto de gran consumo o escandalizarse cuando su precio resulta elevado o se sale de los márgenes de nuestro sesgo. Una vez comprendido esto viene el siguiente paso: consumir lo que se necesita. Y con ello, un recelo: ¿no estaremos llamando sostenibilidad al decrecimiento? Por encima de la sostenibilidad y sus ambigüedades –pero con mucho más sentido– transita el decrecimiento. Los estudios de Global Footprint Network nos dicen que si cada habitante del planeta viviera y consumiera como un español, requeriríamos los recursos naturales de dos planetas y medio para hacerlo. Esto, cómo no, afecta a la alimentación.

En 2020 se desperdiciaron 1.300 millones de kilogramos de alimentos en los hogares españoles. En su mayoría materia prima en bruto; sin utilizar. El asunto dispone desde hace poco de los quince artículos del proyecto de ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que es un paso, aunque tímido, en la buena dirección. Por otro lado, fuera de casa consumimos 2.888 millones de kilogramos de alimentos y bebidas, con un dato de comportamiento significativo: en el Informe sobre desperdicio alimentario fuera de los hogares del Ministerio de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente, el 43,8 % de la población reconoció haber desaprovechado algún alimento, bebida o aperitivo consumiendo fuera del hogar. Un número menor, sin duda, al vinculado a los hogares que desperdician alimentos (75,3 %), pero muy interesante, toda vez que la compra doméstica tiene una orientación transversal en el tiempo, mientras que el consumo externo es incidental. Por eso, antes que ponerle el adjetivo sostenible a cada sustantivo del que echemos mano, conviene tomarse un instante de reflexión ante el consumo que realizamos y pensar cuán caprichoso o necesario es. Aunque comer sea imprescindible, no lo es de cualquier manera; ni a cualquier precio.

 

 

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