Desde la perspectiva del consumidor, cabe distinguir tres enfoques; el económico, el psicosociológico y el motivacional. Es por ello que cuando valoramos un vino concurren diversos aspectos subjetivos que van más allá de las características organolépticas: nuestros gustos personales, recomendaciones, la crítica, el entorno, nuestras necesidades, la presentación, y por supuesto, el precio.
Texto: Efa Rimoldi
Desde las diferencias que cada uno de nosotros puede presentar en función de multitud de variables personales, entre las que nuestro estado de ánimo es una de las más importantes, hasta las cambiantes condiciones ambientales que modifican nuestras percepciones. Desde las evidentes diferencias entre sujetos que podemos apreciar cada vez que catamos en grupo sobre conceptos como equilibrio o calidad, entre otros muchos, hasta las diferencias culturales en esos mismos conceptos cuando catamos con personas de diferentes culturas a la nuestra. Desde las diferentes técnicas o incluso palabras, mucho más relevantes de lo que pudiéramos pensar a priori, que usamos al catar, hasta todo lo que ha ido cambiando a lo largo de los años la perspectiva académica sobre lo que es una cata y su objetivo final. Y todo esto sin entrar en las diferentes habilidades y conocimientos que como catadores y como individuos ponemos en juego cada vez que nos enfrentamos a un vino.
Una percepción del sabor
La ciencia del sabor se ocupa de la apreciación sensorial de los alimentos. Sin embargo, el sabor no está en la comida; es creado por el cerebro, a través de múltiples sistemas sensoriales, motores y centrales del comportamiento. Los hallazgos recientes en animales de laboratorio y en humanos dan nuevas perspectivas sobre las adaptaciones que se han producido durante la evolución que dan a los seres humanos una mejor percepción del sabor. Este proceso se ilustrará con un análisis de cómo el cerebro crea el sabor del vino.
El cerebro humano se compone de tres grandes partes: el neocortex, que toma las decisiones más racionales; el cerebro intermedio, muy influido por las emociones y los sentimientos, y el reptiliano que, además de ser el más viejo, es el que recopila la información de las otras partes y da lugar a la toma de decisiones finales.
En 2008, el español Antonio Rangel, profesor asociado de Económicas del Instituto de Tecnología de California, dirigió una investigación de Neuroeconomía, uno de cuyos propósitos era comprender el atractivo inconsciente de los productos de lujo y las marcas exclusivas. Rangel utilizó resonancias magnéticas funcionales para observar los cerebros de 20 personas a quienes se ofreció el mismo Cabernet Sauvignon y se les dijo que costaba o bien dos libras y media o bien 45 la botella. A los sujetos se les pidió que cuantificaran el placer que les producía el vino que bebían, y la mayoría dijo que había disfrutado más del de precio más elevado. Los investigadores observaron cambios en una parte del cerebro que se conoce como el córtex orbitofrontal medio, que desempeña un papel central en muchas clases de placer, y descubrieron que se activaba más con los vinos caros que con los baratos. Según Rangel, esto demuestra que el aumento de placer fue real, aun cuando los productos eran idénticos.
De la NeuroGastronomía a la NeuroEnología
Recientemente Gordon M. Shepherd, autor del libro “NeuroGastronomia” e investigador de la Universidad de Yale (EE.UU), ha dado vida al concepto “NeuroEnología”, donde se explica que es el cerebro el que crea la sensación del sabor del vino. Según Shepherd, esto no solo es exclusivo de este producto, sino que se puede aplicar a cualquier alimento o bebida. El investigador afirma que las moléculas del vino no tienen ni sabor ni olor, sino que se crean cuando se estimulan en nuestro cerebro. Este proceso funcionaría a través de tres vías: la visual, es decir, la información que nos aporta el color y la estructura del vino; la olfativa, por la circulación del aire entre la nariz y la boca; y la gustativa, por la circulación del líquido por la cavidad bucal. Shepherd explica que «la cadena de receptores sensoriales que se activan al beber una copa de vino es inmensa, incluso mayor que en otras actividades. Toda la información que recogen estos receptores se envía al cerebro, donde se crea la sensación de sabor y aroma». Cuando todos estos receptores trabajan al unísono crean la percepción del olor y el sabor del vino que recibimos, contribuyendo así a esa sensación placentera que sentimos cuando estamos ante un vino de calidad o la insatisfacción cuando el vino no es de calidad.
En anteriores artículos concluíamos que el sabor está en el cerebro; por otro lado, la neurociencia demuestra que podemos entrenar nuestro cerebro hasta el día de nuestra muerte. Nuestra propuesta es navegar por la biomecánica y los sistemas sensoriales que influyen a la hora de saborear el buen vino. ¿Recuerdas la última vez que bebiste vino en un vaso de plástico? ¿Tuviste la misma sensación que cuando lo bebes en una copa de vidrio? Te proponemos tomarte el tiempo de “catar” tu próxima copa de vino con los cinco sentidos. Y también hacer tu propia experiencia del impacto del precio en tu “cata”.