Tomar un pedazo de Parmigiano Reggiano entre los dedos, aspirar sus notas lácticas y sentir su textura, más o menos terrosa en función de su maduración. Introducirlo en la boca y paladearlo, disfrutando de ese sabor, muy umami, que inunda todas las papilas gustativas.
Texto: Juan Contrebia. Fotos: Consorcio de Parmigiano Reggiano
Estas son algunas de las sensaciones al catar el famosísimo queso italiano, un alimento diferenciado y avalado por el sello europeo de Denominación de Origen Protegida (DOP), cuya tipicidad protege y defiende desde 1934 el Consorcio de Parmigiano Reggiano.
Y es que todo en el Parmigiano Reggiano es diferencial, empezando por su fascinante historia, que data de la Edad Media, cuando los monjes benedictinos impulsaron la búsqueda de un queso que tuviera una larga duración en el tiempo. Afortunadamente, dieron con él, secando la masa y aumentando el tamaño de las piezas, con lo que consiguieron prolongar su consumo y extenderlo más allá de su zona de producción. Había nacido el Parmigiano Reggiano.
El queso muy pronto adquirió notoriedad, como demuestran las referencias escritas que de él se conservan. La primera data de 1254, y se encuentra en un acta notarial del archivo del Estado de Génova, en la que ya se menciona el caseus parmensis. Aunque, sin duda, el texto más representativo en el que aparece está fechado en 1344, cuando Giovanni Boccaccio describe en su famoso “Decamerón” la comarca del Bengodi, y menciona una montaña de parmigiano rallado donde se hacían rodar “macarrones y raviolis”, indicando así el uso que este queso podía tener en la cocina.
Una producción 100% artesanal
Aunque ha pasado a convertirse en un auténtico icono de Italia, el Parmigiano Reggiano únicamente puede ser elaborado en 10.000 km2 que comprenden las provincias de Parma, Reggio Emilia, Módena, Mantua (al este del río Po) y Bolonia (al oeste del río Reno); siguiendo una receta ancestral en la que únicamente se utilizan tres ingredientes: leche cruda, cuajo y sal.
La leche debe proceder de vacas de razas autóctonas de más de 24 meses de edad que se alimentan de forrajes locales y piensos vegetales, en ningún caso ensilados, para evitar que se trasmitan aromas o sabores anómalos a la leche y que puedan llegar a influir en el producto final.
Además, está terminantemente prohibido el uso de cualquier aditivo. Solamente el quesero, con su buen hacer y gracias a la técnica de la caseificación, consigue hacer prevalecer las bacterias lácticas que operan en las fermentaciones lácticas positivas y esperadas para que el queso resulte extraordinario.
Para producir un kilo de Parmigiano Reggiano se necesitan 13,5 litros de leche, 520 litros para elaborar una rueda, cuyo peso suele rondar los 40 kilos. Cada pieza recibe una marca de origen (los característicos puntitos de la corteza) y, a partir de 2002, una placa de caseína. A los 12 meses, tiempo mínimo de curación, se examina la pieza y, solamente si se supera este examen, será marcada a fuego.
Todas estas especificaciones dan como resultado un producto único y exclusivo, elaborado de forma absolutamente artesanal y admirado en todo el mundo.