Vengamos por una razón u otra, lo primero que se debería hacer al poner un pie en Tenerife es ir a presentar nuestros respetos al Teide. La montaña que los antiguos guanches identificaban con el lugar que albergaba el infierno es el símbolo de la actividad volcánica que ha determinado (y sigue determinando) casi cualquier aspecto en la mayor de las Islas Canarias. Y el cultivo de la vid no iba a ser menos. El terreno que dejaron las primitivas erupciones (sin olvidar otros factores como los vientos alisios, las horas de sol y las variedades prefiloxéricas) condiciona desde la manera de plantar las vides hasta los mostos que dan sus uvas.
Texto: Óscar Checa Algarra. Fotos: Juanjo Isidro
Eso lo veremos en el recorrido por la isla, pero ahora, como decimos, toca saludar al gigante, sentir su fuerza (creadora y destructora) y entender su poder. Es hipnótico… cuesta apartar la vista de él… A su alrededor se despliega un paisaje delirante que reúne todos los tipos de lavas, relieves y formaciones. Los nombres de algunas de ellas expresan también la variedad cromática: Arenas Negras, la Montaña Mostaza, la Montaña Blanca… Cerca del cráter, un lugar con acceso limitado, algunas fumarolas de humo blanquecino recuerdan que el Teide es un volcán activo… y, mientras caminamos por los sinuosos senderos de piedra negra de sus laderas, miramos a la cumbre a intervalos, no solo para asegurarnos de que todo sigue en calma sino para autoconvencernos (de manera inconsciente, cándida y vacua) de que ese gesto lo mantendrá calmado…
A la luz de la luna
La manera en que nosotros miramos al Teide es distinta a la que lo hacen los tinerfeños, acostumbrados a la silueta del gigante. Se ve casi desde cualquier punto de la isla, siempre que no haya mucha calima, claro. Desde Los Frontones y Finca Adalberto asoma a lo lejos entre los cortados de las paredes de antiguos cráteres. Son los viñedos más altos de Europa, plantados a una altitud cercana a los 1.700 metros. Más abajo, junto a la carretera que lleva al Parque Nacional desde el sur de la isla, está la Bodega Reverón. Elabora vino desde mediados del siglo XX, y hoy también muestra la manera en que lo hace a través de visitas a sus instalaciones. Para grupos organizados incluso tiene un restaurante donde probar sus vinos con productos locales como las siempre presentes papas arrugás con mojo.
También hay papas y cochinillo negro asado y quesos y pastel de gofio (lo hace Carmen Gloria, la matriarca) en las Catas de la Luna Llena que proponen Bodegas Ferrera, en A
rafo, en el valle de Güimar. Están muy demandadas, pues solo se realizan una vez al año, en vendimia, en el último día de luna llena de agosto o en la primera de septiembre. Antes del festín se recorre parte de la finca, toda aterrazada y rodeada de la colada de lava que expulsó el volcán de Las Arenas en 1705 y que respetó (dicen que fue un milagro) los terrenos de un antiguo monasterio de monjes agustinos. El abuelo de Juan Rubén compró esas tierras para plantar viñas y aquí crecen hoy variedades como la Malvasía aromática, el Albillo criollo, la Listán Blanco o la Vijariego, entre otras. En las Catas de la Luna Llena se prueba cada uva junto al vino elaborado con cada una de ellas. El resto del año la experiencia de la visita es similar pero sin uvas, claro: una vez a la semana, los Ferrera comparten su pasión por el mundo del vino y de la viticultura con quien quiera apuntarse a sus visitas en grupo que acaban, de nuevo, en la finca, alrededor de una mesa, junto a viñedos y pinos canarios.
El macizo de Anaga
Uno de los atractivos del enoturismo en Tenerife es probar vinos procedentes de variedades de uvas prefiloxéricas. El cultivo de la vid llegó a Canarias con los españoles y los portugueses a finales del siglo XV, y las distintas parras prosperaron de tal manera, adaptándose y evolucionando, que hoy Tenerife es la zona vitícola donde coexisten un mayor número de variedades de todo el mundo. Aquí no llegó la filoxera pero muchas estuvieron a punto de perderse hasta que algunos bodegueros (como Viñátigo) y viticultores, decidieron apostar por su rescate. La cuna de esa recuperación, el lugar al que acudieron fue el macizo de Anaga, la punta noreste de la isla. Su complicada orografía ha mantenido esta zona casi aislada hasta nuestros días, pero sus habitantes se las apañaron durante cientos de años cultivando en las montañas, salvando la escarpadura con la construcción de bancales. La vid ocupaba gran parte de este paisaje. Entre las cepas, allí donde había una gran roca, se construyeron lagares. El vino se bajaba en odres de piel de cabra hasta la costa, donde estaban las bodegas, y hasta donde arribaban los barcos que lo sacaban una vez listo.
Aunque eso era antes… hoy este lugar es conocido sobre todo por sus rutas senderistas. En los caminos hay paneles que explican ese pasado vitivinícola, pero yo tengo la suerte de que me lo explique Roberto Santana, un joven enólogo que forma parte del proyecto Envínate junto a otros tres compañeros y que se han empeñado en hacer vinos diferentes en diferentes regiones de España, con variedades poco conocidas o valoradas y en lugares que conservan una identidad particular, como es el caso del pueblo de Taganana, donde estamos. Algunos propietarios les vendieron los viñedos y otros se han aliado siguiendo sus directrices, que incluyen la recuperación de la manera tradicional de cultivar las viñas, con las parras bajas y los sarmientos sujetados por horquetas ancladas al suelo, o cañas, que era lo que se usaba aquí. Es un trabajo duro, está claro, aunque el entorno, con el mar y los acantilados al fondo, y el resultado en forma de vinos excepcionales, lo hacen más llevadero.
Lo de las variedades locales tiene tirón y el proyecto de enoturismo de Bodega El Drago también las contempla. Dentro de la finca donde se ubican los apartamentos rurales Haciendas del Valle, Juan Fuentes cuenta con una parcela donde ha plantado una muestra de todos los tipos de uva que se pueden encontrar en Tenerife. Ellos no trabajan con todas, claro, pero sí llevan a cabo una intensa investigación para identificar las que mejor se adaptan al microclima del Valle Guerra, donde están sus viñedos. Además, es una de las que forman parte del proyecto Enomac, una iniciativa enfocada a la creación de vinos de alto nivel con variedades locales. El Drago cuenta con tres monovarietales blancos dentro del proyecto, elaborados con las variedades Marmajuelo, Gual y Malvasía aromática.
El cordón trenzado
Otro drago nos lleva ahora hasta otro rincón de la isla: Icod de los Vinos. Aquí está el Drago Milenario, un enorme ejemplar de esta planta subtropical, considerado el más longevo de su especie en todo el mundo. Pero si por algo fue conocido Icod es por aquello que le dio su apellido toponímico: el vino. Hoy sigue habiendo numerosos viticultores, la mayoría de ellos pequeños productores, eso sí. La creación de las Bodegas Insulares de Tenerife (aquí y en Tacoronte) se pensó especialmente para dar salida a sus vinos y el tiempo ha demostrado que fue una buena idea. Funcionan de manera similar a una cooperativa pero en el tema de las elaboraciones son más creadores que muchas bodegas: maceraciones carbónicas, blanc de noirs o vinos de licor con la variedad Listán Blanco (Humboldt) lo demuestran. También hacen visitas enoturísticas que incluyen pequeños recorridos por algunas plantaciones cercanas, como la de Fernando González.
Allí se exhibe una buena representación de muchas de las variedades locales pero además Fernando nos muestra otras particularidades de los viñedos tinerfeños: el sistema de abatido, la forma de los emparrados tradicionales o las badanas, una especie de cuerda natural flexible, elaborada con las hojas del tronco de las plataneras que servía para atar los sarmientos. Servía y sirve, pues todavía se utiliza. En los viñedos de Suertes del Marqués, en el valle de la Orotava, las encontramos. “Claro -apunta Jonatan García-, al ser flexible, si el sarmiento crece puede romperla, pero si usamos cuerdas
normales acaban estrangulándolo”. Jonatan apuesta también por las variedades autóctonas y por los sistemas de conducción tradicionales como el cordón trenzado, un sistema unido sobre todo a la Malvasía.
El nombre viene de la trenza que se hace con los sarmientos de las cepas, creando un único brazo que, en los ejemplares más antiguos, puede llegar a tener 15 metros. Este sistema, como el emparrado, se utilizaba para poder aprovechar la tierra y cultivar, junto a la vid, otros productos (generalmente papas). Desde lo alto de la ladera la vista de los viñedos es sensacional pero se me antoja
que debe ser casi más atractiva en invierno, cuando las cepas estén sin hojas y muestren las enormes ramas entretejidas. ¡Eso sí debe ser puro espectáculo!
Verdadera fascinación
Un recorrido enoturístico por Tenerife estaría cojo si no pasáramos por Bodegas Monje. Además de las visitas al viñedo y la bodega con sus viejos toneles de castaño y suelo empedrado, aquí se organizan exposiciones de arte, conciertos, se pueden comprar productos como sales de vino, comer en un restaurante con una terraza que mira a los viñedos y al mar, y participar en una carrera nocturna entre viñas o en sus cada vez más solicitadas sesiones Wine&Sex, noches temáticas en torno a la cata de vino con cenas afrodisíacas y espectáculo teatral incluido. Preparan una sesión por estación del año. La próxima, el 21 de octubre, aunque creo que ya no hay entradas… Lo último en incorporarse a la oferta enoturística de la bodega es Vinotinte, unos talleres para teñir prendas usando productos relacionados con la vid (hojas, sarmientos, uva, vino…) y con plantas que crecen en los viñedos. La responsable de esta iniciativa es Nathalie Leturcq, una artesana local apasionada de los tintes naturales, que crea auténticas obras de arte que, tras pasar por las manos de algunas modistas, se convierten en piezas de indumentaria únicas.
Lo cierto es que esa pasión que Nathalie pone en sus creaciones es la misma que los demás emplean en sus vinos y sus viñedos. Tal vez sea el “fuego en el corazón” del que habla la canción tradicional, pero sí, se vive con verdadera fascinación. A Lourdes Fernández, de Bodegas Cráter, le pasa lo mismo. Su propuesta enoturística está basada en el contacto directo con quienes desean conocerlos, así que cada una de las visitas está, digamos, personalizada.
Se habla de vinos, de historia de Tenerife y de viñas pero en uno de sus viñedos y alrededor de una mesa por donde van apareciendo exquisitos productos de la gastronomía canaria, perfectos para degustar con los vinos de la bodega. La conversación va y viene, con otros temas, risas, de nuevo los vinos, confidencias… Se disfruta del sol y de la brisa que llega desde el mar, tan cercano… Huele a campo… “Ponme otra copa de Cráter, por favor”… Y uno, sin prisa por irse, se pone a buscar la silueta del Teide como para agradecerle los momentos de complacencia que ha vivido en la tierra donde él dispone.
La Casa del Vino
Es un buen lugar para empezar un recorrido enoturístico por Tenerife. La Casa del Vino, una antigua hacienda canaria del siglo XVII, recuperada y rehabilitada, ayuda a entender por qué el vino fue durante más de tres siglos el producto alrededor del que giró la economía de esta isla. Aquí descubriremos cómo la riqueza generada por este producto atrajo a cosarios y piratas, la importancia del puerto de Garachico, el monopolio que establecieron los ingleses, la competencia de Madeira… La visita también nos llevará por un museo en el que se muestran las particularidades del cultivo y de los vinos tinerfeños, y las tradiciones ligadas a ellos. Podremos degustarlos por copas o medias copas; comprarlos junto a productos como miel, licores, chocolate o plátanos pasa (deshidratados) y almorzar en un restaurante especializado en la gastronomía local y donde solo se sirven los vinos de Tenerife.