Reportajes

Vacuno: Del bistec al txuletón

Durante mucho tiempo, cuando un español decía que había comido, o que pensaba comer, un filete, todo el mundo comprendía lo que quería decir y sabía perfectamente de qué se trataba: un filete, por atenernos a la definición oficial del Diccionario de la Lengua Española, es una “loncha de carne magra”, a lo que se ha añadido “o de pescado limpio de raspas”. Lo que sucede es que si lo que hemos comido es un filete de ternera es innecesaria la especificación, lo que no ocurre en el caso del pescado: hay que identificar de qué pescado se trata.

Por Cristino Álvarez

O no, claro. Porque hoy por hoy es bastante difícil saber de qué pescado proceden los filetes que adquirimos en la sección de congelados bajo el epígrafe de “filetes de pescado”; con el pescado existe, incluso en los grandes recetarios, una indefinición de la que nos ocuparemos en otra ocasión; pero es que esa indefinición alcanza cimas como preguntar si “¿te gusta el pescado?” (todos los pescados) o afirmar “no me gusta el pescado” (¿ninguno?)

Pero hoy va de filetes de ternera. De ternera, porque, diga lo que diga el DLE, a nadie se le pasa por la cabeza pedir un filete de buey; del vacuno mayor se piden las mismas cosas, pero con distinto nombre. Ya que estamos con los filetes, digamos que el DLE hace venir la palabra del francés filet. Y en francés, filet vale por solomillo. Digamos que, además, los franceses disponen de un corte llamado faux filet, equivalente al lomo bajo o entrecôte.

No acaban aquí las complicaciones del corte francés de esa pieza que tantos españoles se empeñan en desacreditar diciendo que no es “la más sabrosa”, pero que ha dado y da lugar a las mejores preparaciones del buey, entero o por parroquias. Que tiene varias. Fundamentalmente, tres: el grandioso chateaubriand, atribuido al cocinero del aristócrata y escritor francés así apellidado; el impecable tournedos, cuyo significado no sabe explicar de manera coherente nadie, aunque sí abunden las interpretaciones curiosas; tournedos significa “vuelve la espalda”, y en su glorificación con trufa, foie-gras y salsa al Madeira tuvo mucho que ver el gran compositor y enorme gastrónomo Gioacchino Rossini, y el coquetón y pequeño filet mignon, que podemos traducir, sin dar exactamente con el matiz de ese adjetivo francés, como filete bonito, o lindo. Añadamos que los franceses, cuando tras Waterloo y la ocupación aliada de París conocieron y adoptaron el beefsteak, al que no tardaron en acompañar de patatas fritas y hacerlo un plato imprescindible en su día a día, lo cortaban del solomillo, a diferencia de los ingleses, que lo hacían de la cadera. En todo caso, un francés no podría vivir sin lo que llama steak frites.

En Italia, el solomillo también se conoce como filete. Filetto, para ser exactos. Es el corte más valorado. Con una finísima loncha de filetto cortada de una pieza casi congelada confeccionó, en su Harry’s Bar veneciano, Giuseppe Cipriani su primer carpaccio, aliñado con una especie de mahonesa aromatizada con mostaza inglesa y salsa Worcestershire, “una salsa (dijo Cipriani) que vale para una carne y para un pescado”.

En el plano personal, he de decir que no llamé filete al bistec hasta que me trasladé a Madrid; en mi tierra natal, Galicia, comí muchísimos bistecs, que, naturalmente, pronunciaba bistés. Ambas versiones están aceptadas por el Diccionario, aunque me desconcertaba siempre que al explicar el significado de la palabra inglesa beefsteak dijese venía de beef (buey) y steak (lonja, tajada); para mí, cuando era un chaval, una lonja era otra cosa, por ejemplo el lugar del muelle donde se descargaba y subastaba el pescado. Por supuesto, esos bistés de mi infancia no se cortaban del solomillo, sino de piezas de muy distintos nombres y procedencias en los que se buscaba, por encima de todo, que fuesen tiernos.

España adoptó el bistec después que Francia; de hecho, Ángel Muro da la misma explicación que, años antes, había dado Alejandro Dumas (padre). Y costó llegar a bistec; Ángel Muro escribe biftec, como doña Emilia Pardo Bazán, quien matiza que utilizar la grafía original le parecía cuando menos pedante. “Picadillo”, en cambio, adopta beef-steak, aunque para designar los filetes ultradelgados de pensiones de viajantes y estudiantes no duda en usar la palabra “bisteques”. María Mestayer de Echagüe (“Marquesa de Parabere”) recurre a bistec.

En los recetarios se habla siempre del modo de asar los filetes en la parrilla, o en la plancha, olvidando los autores, y más sorprendentemente las autoras, que en la inmensa mayoría de los hogares españoles los bistecs no se asaban, sino que se freían en la sartén, con aceite al que (qué tiempos) había que sacar “el rancio”.

Cambiemos de pieza, y vayamos al faux filet. Hoy es muy popular en España, donde ha sido adoptado por el mismísimo Diccionario, si bien cometiendo la falcatrúa habitual de transcribir la palabra fonéticamente y dar validez a entrecot; curioso suprimir las ces finales de palabras como carnet o chalet y ponérsela a ésta. “Trozo de carne sacado entre costilla y costilla de la res vacuna”, aclara.

Bueno, la gente se ha acostumbrado a ir al restaurante y pedir y disfrutar de un entrecot. Su peso suele estar alrededor (más hacia arriba que hacia abajo) de los trescientos gramos; se sirve con sus huesos y sus grasas, normalmente con patatas fritas y/o pimientos navarros asados, y es una de las mejores piezas del vacuno, sea menor o mayor. Aquí es donde suelen producirse discusiones entre los partidarios de roer literalmente el hueso, a mano, a los que los otros denominan trogloditas, o de abstenerse de echarle mano, a quienes los “trogloditas” suelen decir esas cosas de “te dejas lo mejor”, “no sabes comer carne”, etc. Era, hasta no hace nada, la pieza reina de las carnes bovinas en España.

Hay sus versiones menores, claro está. En Castilla lo normal era que se pidiera “una chuleta de ternera con patatas fritas”; en mi Galicia natal, cuando yo vivía allí (hace muchísimos años) la palabra chuleta se reservaba a las de cerdo y, en diminutivo (chuletita, equivalente a chuletilla o chuletica en otros lugares de España), a las del cordero, que se preferían hechas, a poder ser, al aire libre, sobre parrillas de leña de sarmiento y eran perfectas para jaranas domingueras; en aquellos años se tenía muchísimo cuidado a la hora de encender fuego en el campo. Las chuletas, sin diminutivo, de cordero que empezaron a traer a España cadenas británicas, que solían proceder de piezas de raza merina de Inglaterra o Nueva Zelanda, fueron desechadas por los españoles, que las despachaban con el despreciativo nombre de “borrego”; las grandes cocinas del cordero francesas (incluyendo los maravillosos corderos de pré salé) o inglesas nunca fueron apreciadas por aquí.

Hoy, entre nosotros, la chuleta ha crecido, y ha cambiado de sexo. Se saca del lomo de la res, de una gran res, y se llama chuletón, pero no se escribe así, sino txuletón, a la vasca. De extraordinarias dimensiones (el kilo sería “para empezar”) no hay ni que hablar. Normalmente, esas dimensiones se corresponden a la perfección al modo de festejar en la mesa las cosas que tienen los vascos: en plan colectivo, social; el chuletón, como todo lo demás, se comparte. Ha dado al buey su auténtica categoría de manjar, ésa que los españoles desconocían, salvo excepciones como Julio Camba o Josep Pla, que dejaron escritos maravillosos artículos sobre la impresión que en sus paladares dejó la carne del buey; la de Camba, relativa a la primera vez que lo probó, en París, es una joya: se está uno comiendo las seis raciones de buey que se tomó el periodista gallego, que salió de allí pensando “ahora que ya sé a qué sabe el buey, tendré que decidirme a probarlo”.

Ya ven: con el lomo y la pieza inferior (solomillo), los franceses hicieron el tournedos y el entrecote; los ingleses, el inimitable roastbeef; los italianos, esa stravaganza llamada carpaccio, y nosotros… Nosotros, el txuletón; aquí, tonterías… ninguna.

Redacción

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