Por Eugenio Occhialini
Grandes páginas de la literatura se han escrito al calor de estas emociones, empezando por la famosa “magdalena de Proust”, acaso uno de los grandes iconos de la narrativa mundial, procedente de “En busca del tiempo perdido” y el ejemplo que más brillantemente las evoca.
También se me viene a la cabeza (y podría ser fuente de otras reflexiones) la exitosa película de Pixar “Ratatouille”, cuando Antón Ego, el prestigioso y malencarado crítico gastronómico, se emociona al descubrir la esencia del sabor en las recetas de Alfredo Linguini (obra en realidad de un “minichef” inesperado de nombre Remy).
Hay quien piensa que lo único verdaderamente remarcable de nuestras vidas ocurre en la infancia y entre las cosas más importantes está, sin duda, el descubrimiento de toda la maravilla sensorial que envuelve a los alimentos y a las recetas. Estos recuerdos que vinculan olfato y sabor, especialmente de alimentos, dependen especialmente del olor y, como decimos, tienen un alto componente emocional.
Pero, en sentido más amplio, lo que denominamos “gusto” es una experiencia completa en torno a un objeto alrededor del olor y del sabor. Como ocurre con la experiencia descrita por Proust o en la emoción que vive Antón Ego, esa memoria, fuente de placeres intangibles, se construye sobre la mezcla de ambos componentes.
Constatada esta realidad, hemos de reconocer que tenemos un grave problema con la memoria gustativa y con nuestra despensa, representada por la expresión “Esos tomates ya no saben como los de antes”, resultado de unos años en los que buena parte de la industria alimentaria parecía más preocupada por la estética de los alimentos (es cierto que también se come por los ojos, pero la experiencia gastronómica sería demasiado incompleta) y lo competitivo de su precio que por el respeto a las esencias del producto en sí. Y eso que muchas veces recurren a las recetas de antaño, a la “cocina de las esencias” como fórmula comercial, llegando en ocasiones a prostituir palabras que tanto nos gustan como “artesano” o incluso “origen”.
En todo caso, uno de los grandes desafíos para nuestro sector es recuperar el sabor de los tomates de antaño y yo diría también que de los melocotones de antaño…y los espárragos de antaño. Que no se pierda del todo esa calidad o que incluso reaparezca de manera regular es responsabilidad de nuestros productores y nos consta que son muchos los comprometidos con ese desafío tan vinculado con la sostenibilidad y la biodiversidad.
Salvar la memoria del gusto no es solo un deseo maravilloso desde el punto de vista de preservar el placer sino que nos resulta necesario por nuestra responsabilidad histórica. En el verdadero sabor y olor de esas verduras, esas carnes y esas frutas está uno de los emblemas de nuestro tiempo, como el devenir de nuestra civilización lo está también en cuidar de esas recetas de siempre, de muchas de las cuales tan solo abuelas octogenarias o nonagenarias guardan memoria.
Los cocineros tienen una labor fundamental que desarrollar en la preservación de este doble patrimonio. Por un lado, incitando a sus productores más cercanos a luchar por la excelencia; por el otro, manteniendo vivas esas fórmulas de toda la vida y ofreciéndolas a sus comensales. Y nada que tiene que ver ese empeño con que ser más o menos vanguardista o más o menos tradicional.
Somos hijos de los recuerdos. Y a esos aromas de la infancia se vuelve como a la tierra, como al primer amor. Tenemos que conservar esa memoria y, de paso, exigir el máximo de calidad. En muchos casos hemos ganado en presencia pero hemos perdido en esencia. Productores y cocineros necesitan todo el apoyo para preservar el gusto de antaño, un patrimonio tan importante como el artístico o el arquitectónico. La maravilla está presente no solo en el arte o en el paisaje, sino en la despensa y las recetas de nuestros orígenes.
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